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La casa comunal de aquella aldea sin nombre aguantaba la respiración mientras Dagna contaba la historia. Adelheid miraba a su hermana con una sonrisa. A su hermana pequeña siempre le había gustado ser el centro de atención, y a la valquiria siempre había admirado la capacidad de su hermana para atraer miradas y atenciones. Adelheid prefería estar a un lado, sin llamar la atención, disfrutando un cuerno de aguamiel o una jarra de cerveza, y de toda la comida que pasara por su lado, como en aquella ocasión.
Les había llevado casi un día de caminata salir de aquel bosque maldito y volver a la civilización, y habían tenido tiempo suficiente para contarse sus respectivas historias. De esta manera Adelheid supo cómo había sido secuestrada su hermana, y Dagna cómo Adelheid había superado obstáculo tras obstáculo hasta regresar a su lado.
Dagna estaba contando en ese momento el episodio del espíritu del estanque y el duelo de adivinanzas.
—Y así fue cómo mi hermana ganó a ese espíritu con una adivinanza de mi propia cosecha —dijo, y dio un manotazo a la mesa mientras se echaba a reír. Su risa y su vitalidad eran contagiosas, y toda la sala comunal se unió a su alegría.
—¡Cuéntanos otra adivinanza! —dijo una niña de no más de diez años que estaba sentada en el suelo, cerca del fuego central de la sala.
Dagna se inclinó hacia delante dándose unos golpecitos con su dedo índice en la punta de la nariz.
—¿Qué es eso que es tuyo pero que el resto del mundo usa más que tú?
La niña cerró los ojos mientras repetía en voz baja la pregunta. Abrió los ojos y se levantó de un salto.
—¡Mi nombre!
El salón volvió a estallar en risas.
—Así es. ¿Y cuál es tu nombre?
—Hilda —dijo, rebosante de orgullo.
—Muy bien, pequeña guerrera. Ahora cuéntanos una tú.
Hilda miró hacia el suelo buscando en su memoria, mientras se tocaba una larga trenza en la que tenía recogido su pelo pelirrojo.
—Aunque no hablo, si me dejas tranquilo, siempre digo la verdad. ¿Qué soy? —dijo mirando a los ojos a Dagna.
La doncella de las sombras se recostó en la silla, cruzando las piernas y mesándose la barbilla, mirando hacia el techo de la sala, buscando la respuesta.
—¡Un reflejo! —dijo mientras levantaba su cuerno de hidromiel.
La sala entera se unió a ese brindis.
—Los Hermanos llevaban atormentando nuestro pueblo desde que mi bisabuela era una niña —intervino una mujer anciana—. ¿Estáis seguras de que habéis acabado con ellos?
El silencio se apoderó del lugar. Todas las miradas alternaban entre las dos hermanas.
—Ahora son poco menos que charcos sanguinolentos que apestan a podredumbre —dijo Adelheid desde un rincón.
—Deberían haber muerto hace décadas. La leyenda dice que sobrevivían alimentándose del sufrimiento y de la carne de la gente que no tiene otro lugar para vivir que estas tierras —dijo un hombre con bigote castaño—. Algo así tiene que pudrirte por dentro —sentenció.
—Mis pesadillas acabaron ayer por la noche —dijo una mujer, con marcadas ojeras—. Sabéis que no me salvaba ni una noche desde hace varios años. Y ayer dormí profundamente por primera vez en tanto tiempo… No soy capaz de recordar mi vida antes de las pesadillas.
—No puede ser una coincidencia —dijo alguien al fondo.
—¡Estamos a salvo! —gritó otra persona.
Y el salón comunal estalló en vítores.
Adelheid miró a su alrededor. Por un lado se alegraba lo indecible por esta pobre gente. Por otro lado tenía un terrible presentimiento, que erizaba el vello de su nuca. Se levantó y habló.
—Ese bosque está maldito. No sabemos si el origen de su maldición eran los Hermanos, o si esos hechiceros aprovecharon el lugar para construir su guarida. No entréis. No vayáis a buscarlos pues, como os he dicho, no quedan más que unos charcos pestilentes.
—Pero ahora que se han ido, el bosque nos pertenece —dijo un hombre.
—En ese bosque no hay nada con vida. Y si entráis, no encontraréis más que muerte.
—¿Por qué insistís tanto en que nos apartemos? ¿Acaso habéis venido a sustituir a los Hermanos? —dijo el mismo hombre apoyando su mano en el mango de una daga que llevaba colgada de su cinturón.
Adelheid levantó una ceja.
—Hemos sufrido suficiente en estas tierras. Mañana al amanecer ya habremos partido.
Se giró y salió de la sala hacia el exterior.
—¡Calmémonos, amigos! ¡Brindemos y riamos! ¡Celebremos! Mañana es el amanecer de mundo nuevo.
Escuchó la voz de su hermana desde fuera. Escuchó cómo la gente asentía, y cómo volvían las risas y el jolgorio. Ella se quedó con la espalda apoyada en la pared de madera, observando el cielo nocturno poblado de estrellas.
—No me gusta que me observen a escondidas.
El hombre que las había acusado antes salió de las sombras.
—No lo entiendes, valquiria.
—¿El qué no entiendo? —dijo sin bajar la mirada del cielo.
—Nos habéis quitado lo que era nuestro por derecho.
Adelheid le miró a los ojos, pero no habló.
—La venganza, valquiria. ¡Era nuestra! Y ahora vienes aquí, te pavoneas de lo gran guerrera que eres, hinchas tu pecho y llenas la cabeza de nuestros hijos e hijas con tonterías fantásticas de espíritus y magia, como si estuvieran a su alcance, y pretender prohibirnos reclamar lo que es nuestro por derecho.
—Haréis lo que os venga en gana. No porque os dé permiso, sino porque tenéis ese poder. Pero te lo repito, si entráis en el bosque y buscáis a los Hermanos, os condenaréis de nuevo. De ese bosque no puede salir nada bueno.
—De ese bosque habéis salido vosotras dos —dijo enseñando los dientes—. ¿Cómo sabemos que no sois los Hermanos, con un disfraz, que vienen a llenar nuestros corazones de esperanzas vanas antes de arrancarlos y comérselos crudos?
—Si tan desesperado estabas por tu venganza, ¿por qué no la llevaste a cabo antes de que cogieran a mi hermana? —respondió Adelheid encarándose con aquel hombre.
Él se dio la vuelta y se alejó hacia la oscuridad, farfullando y escupiendo.
Adelheid volvió dentro con la sensación de quien sabe que algo terrible va a suceder, pero no puede hacer nada por evitarlo.
Continúa leyendo la parte 8.
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