Adelheidsögur (8) – Epílogo

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—¡Angus! ¿Ves algo desde arriba?

—¡Nada! —una voz respondió desde las ramas más altas de un árbol amarillo.

—Llevamos casi una jornada entera buscando la madriguera de esos hechiceros. No podemos estar muy lejos —dijo el hombre que había hablado en primer lugar.

—Es esta jodida niebla, Axel —dijo Angus mientras bajaba del árbol y saltaba sobre el barro cubierto de hojas amarillas.

—Quizá… Quizá deberíamos volver, Axel.

—Sí.

Dos muchachos miraban nerviosos a su alrededor. Lo único que podían ver era un bosque amarillo interminable, lleno de una espesa niebla blanca. Y la cara de desaprobación de Axel.

—¿Se puede saber de qué cojones tenéis miedo vosotros dos? —Axel se aproximó a ellos con gesto de decepción.

—Es… el silencio, Axel.

—El silencio lo envuelve todo. Hasta nuestras voces y pisadas suenan de una manera extraña.

—Arne, Belenos. —Axel puso sus dos manos en sendos hombros—. Si no vais a ayudar con la exploración, cerrad la boca. —Apartó la mirada hacia el fondo del bosque—. Estamos cerca, lo huelo.

—Yo no huelo n… —Belenos empezó a hablar pero se calló en cuanto Axel le miró.

—¡Aquí! ¡Venid! —gritó otro hombre a lo lejos.

Los cuatro hombres corrieron en dirección de la voz de su compañero.

Subieron una colina, pequeña pero muy empinada, usando las raíces de los árboles para escalar. Una vez arriba, se encontraron con Cainos, que señalaba una cabaña de madera, a unos cincuenta metros de donde estaban. Los cinco quedaron en silencio, y llevaron sus manos instintivamente al mango de sus hachas.

Axel fue el primero en hablar.

—Según las extranjeras los Hermanos están muertos. —Escupió al suelo con gesto de desagrado—. No me fío. Incluso aunque así sea, tened cuidado. Sacaremos de la cabaña todo lo que haya de valor y después le prenderemos fuego a este puto lugar. Si encontráis los cadáveres de esos malnacidos avisadme, quiero ser el primero en mear en su tumba.

Asintieron mientras intercambiaban miradas llenas de nerviosismo. Ninguno parecía estar dispuesto a dar el primer paso.

De nuevo, fue Axel quien tomó la iniciativa. Siempre había sido el más valiente, si le preguntaban a él. El más temerario según las ancianas de la aldea.

Justo después de su encontronazo con la valquiria la noche anterior, Axel había reunido a su cuadrilla y les había convencido para ir al Bosque Amarillo y cobrarse su propia venganza contra los Hermanos. Tuvo que mencionar la posibilidad de encontrar algún artefacto mágico para convencerlos. Aquella mujer, la valquiria, había insistido demasiado en que no fueran al bosque, por lo que seguramente habría un botín escondido cerca de la cabaña.

El resto del grupo siguió a Axel de mala gana, varios metros por detrás. «Cobardes de mierda», pensó.

Cuando estuvieron cerca de la cabaña tuvieron que parar en seco. Un olor nauseabundo, horrible llegaba hasta sus fosas nasales. Seguir el rastro no fue difícil. Encontraron un charco de aspecto viscoso y purpúreo, tal y como había descrito la extranjera.

Axel levantó su brazo derecho para indicar al resto que se detuviera. Escupió al charco. Allí donde cayó la saliva, el charco empezó a burbujear como si fuera agua a punto de romper a hervir. El hombre se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones. Un chorro de orina cayó en mitad del charco, y este empezó a sisear y a burbujear cada vez con más violencia.

—Malnacidos —empezó a decir Axel, subiendo el tono progresivamente hasta gritar—, ¡malnacidos! Os llevasteis a todos. A mis padres, a mi esposa. A mis hijos. Me dejasteis solo, para atormentarme en sueños y para que me consumiera la soledad en la vigilia. Pero ahora, ¿quién se ríe de quién? ¿Eh, cabrones?

Y comenzó a reír. Una risa macabra, llena de desesperación, brotó de su garganta e inundó el bosque.

Belenos y Arne se miraron y empezaron a retroceder lentamente. También habían perdido por culpa de los Hermanos, pero aquello no eran por lo que habían venido. Cuando ya estuvieron algo lejos del grupo, empezaron a correr hacia la colina.

La risa se transformó en un aullido de dolor, seguido de los gritos de terror de Angus y Cainos. Arne se giró por instinto y lo que vio le hizo caer de rodillas, Belenos no se atrevió y se concentró en escalar las raíces de los árboles. Una vez arriba, echó un rápido vistazo. Del charco se desprendía un humo rojizo, un vapor que al entrar en contacto con la piel parecía derretirla. De Axel no quedaba más que un amasijo de huesos que aguantaban unidos por tendones quemados.

Belenos corrió. Perdió la noción del tiempo. Corrió y corrió, a pesar de caerse en numerosas ocasiones por tropezarse con las raíces de los árboles, o por meter el pie en charcos fangosos ocultos bajo el manto de hojas amarillas. A pesar de que notaba que sus pulmones ardían y que la boca le sabía a sangre no paró. No se detuvo hasta llegar a la linde de aquel bosque maldito.

Una vez fuera se desplomó en el suelo bocabajo. Cayó poco a poco en la oscuridad, mientras en el fondo del bosque todavía podía escuchar la carcajada más horripilante que había escuchado en su corta vida.

3 respuestas a “Adelheidsögur (8) – Epílogo”

  1. Ayyyyy 😣

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    1. ¿Cómo seguirá? Nadie lo sabe. Ni siquiera yo.

      Le gusta a 2 personas

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