Adelheidsögur (6)

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El estómago se le volvió del revés. Sus pulmones se volvieron de piedra. Un escalofrío helado le recorrió la columna y se clavó en su nuca. Adelheid cayó hincando las rodillas en el suelo fangoso, frente a su hermana, con los ojos llorosos, incapaz de moverse. Notaba a los dos brujos tras su espalda. No reían, pero notaba su sonrisa hiriente. Pero a ella le daba igual. ¿Qué sentido tenía todo esto? ¿Para qué luchar ya?

Notó un pinchazo en su brazo izquierda. No quería, pero miró, como un acto reflejo. El brazalete que le había regalado el espíritu del río empezaba a brillar, como si estuviera al rojo vivo. En menos de un suspiro, se puso incandescente y produjo una explosión de luz, que lanzó a los dos hechiceros contra un árbol cercano y a Adelheid contra el suelo. Cayó encima de su hermana, y vio cómo su cuerpo se desvanecía, como quien pisoteaba las cenizas de una hoguera recién apagada.

No era su hermana, era una ilusión. Una rabia infinita brotó de su interior con la fuerza de un volcán. Convirtió su vara dorada en un tridente y lanzó un tajo hacia uno de aquellos viejos magos que todavía seguían en el suelo intentando levantarse. El tridente buscaba la cara de Dedu Roga, y la encontró. El cuerno quedó suspendido de un colgajo de carne, y el anciano profirió un alarido repugnante. Adelheid se dispuso a ensartar a ese maldito traicionero cuando vio por el rabillo del ojo que Dedu Yaga la atacaba por su derecha.

Con dos gestos rápidos, el tridente pasó a ser un par de dagas, y las dagas se convirtieron en una espada y un escudo dorado. Adelheid levantó el escudo justo a tiempo de parar un frasco de ácido que le había arrojado Dedu Yaga. Unas gotas, no obstante, cayeron en su pantorrilla, haciéndola hincar la rodilla de nuevo. Podía escuchar un horrible siseo allí donde el ácido se había encontrado con su carne.

Un rugido llenó el aire muerto del bosque. Adelheid vio como el cait-sith corría hacia ella. Vio cómo saltó. Y vio cómo pasó por encima de su cabeza y caía sobre Dedu Roga, que estaba a punto de apuñalarla con una daga retorcida por el costado. Mientras caía, lanzó un zarpazo a la cara del hechicero. El gato de las hadas arrancó el cuerno que colgaba todavía del rostro del viejo y, después, cayó con todo su peso sobre el hombrecillo.

El gato y el hombre rodaron por el suelo lleno de charcos, barro y hojas naranjas. La valquiria notó flaquear a Dedu Yaga, y aprovechó su duda para tumbarlo con un golpe de su escudo. Intentó ensartarlo con la espada, pero se desvaneció como polvo ante sus ojos, y hundió su arma en el fango donde antes estaba esa cara odiosa que sangraba por la nariz.

Adelheid volvió su atención de nuevo al gato de las hadas y al otro hermano de los demonios. Pudo ver cómo se levantaba Dedu Roga, sangrando profusamente y llevándose las manos a la frente mientras gritaba. Pero no vio al gato. En su lugar vio a Dagna levantándose y lanzándose sobre el viejo. Clavó sus dagas con tanta fuerza en el pecho del anciano, que lo levantó en volandas antes de arrojarlo sobre el suelo y clavarle más profundamente sus filos usando la inercia del movimiento.

Dedu Yaga gimió de dolor y empezó a desvanecerse, pero, esta vez, en lugar de descomponerse en polvo, se deshizo en un charco de líquido purpúreo, viscoso y maloliente. Otro vial de cristal relleno con un líquido verduzco voló hacia Dagna. Adelheid lo paró de nuevo con su escudo, teniendo esta vez especial cuidado con las salpicaduras. En ese breve instante, las hermanas cruzaron sus miradas, Dagna sonrió con picardía y se desvaneció entre volutas de humo negro. Reapareció detrás de un árbol, ensartando con sus dagas a Dedu Yaga. Adelheid recorrió de un salto el espacio que la separaba del mago, transformó su espada y su escudo en una maza a dos manos y aplastó la cabeza del último hermano mientras este la miraba desafiante.

Al igual que el otro anciano, se derritió en una masa informe de color púrpura y olor nauseabundo que las obligó a alejarse de allí.

Adelheid fue cojeando hasta una roca y se dejó caer de culo. Dagna se apresuró a examinar la rodilla de su hermana.

—Te hacía muerta, hermana —rompió el silencio la doncella de las sombras.

—Te he buscado por todas partes —dijo la valquiria.

—No… No me refiero a eso. —Dagna desvió su mirada y la clavó en los ojos de su hermana—. Me han hecho matarte mil veces.

—Era una ilusión. Me han hecho ver que te mataba antes.

—Ni siquiera tengo claro que esto no sea una ilusión. He soñado con esto no sé ni cuanto tiempo. Con que venías y juntas les matábamos.

—Dagna —musitó Adelheid.

—¿Por qué has tardado tanto?

Adelheid atrajo a su hermana y la abrazó con todas sus fuerzas.

Pasó mucho tiempo hasta que Dagna se separó.

—Deja que te cure estas heridas —dijo, señalando la rodilla de su hermana.
Adelheid rebuscó en sus bolsas.

—Todas mis pociones se han echado a perder.

—En este bosque no hay nada vivo. Aquí no encontraremos nada.

Adelheid miró hacia arriba, tratando de ver el cielo a través de las copas de los árboles.

—En este bosque nunca es de día, ni de noche, es un atardecer eterno.

—Marchémonos.

—¿Hacia dónde vamos?

La valquiria se llevó las manos al talismán que colgaba de su cuello. Siguió sus impulsos hasta cerca del cadáver de Dedu Roga.

—¡El cuerno!

Dagna arrugó su nariz y frunció los labios.

—Es el pago por la ayuda que me han prestado para encontrarte —dijo Adelheid mientras envolvía el cuerno en una tela y lo guardaba en una bolsa.

Dagna asintió. Y dijo:

—¿Y ahora?

Adelheid sonrió. Se quitó el talismán y se lo dio a su hermana.

—Ahora, te sigo.

Continúa leyendo la parte 7.

3 respuestas a “Adelheidsögur (6)”

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