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El cielo azul radiante había dejado paso a un cielo gris mortecino, con nubes marrones inmóviles que ocultaban la luz del sol. Las praderas verdes por la hierba, moteadas de grandes rocas blancas y bosquecillos de robles y cedros se habían convertido en un yermo amarillo y polvoriento. Los ríos de agua cristalina que cruazaban las praderas se torcían en lodazales serpenteantes de agua estancada.
Cuanto más se acercaban a la linde del Bosque Anaranjado, menos corrientes de aire había, por lo que Frÿir tenía serias dificultades para mantener el vuelo. Tampoco parecía haber ningún claro a la vista, y el bosque era extremadamente tupido desde el aire. No tenía otra opción: aterrizaron lo más cerca del bosque que pudo llegar Frÿir y la valquiria continúo el camino a pie.
El olor de las flores, de las hierbas aromáticas del campo, de la tierra mojada por la lluvia había desaparecido, dejando en su lugar la nada. Adelheid sabía que no había perdido el olfato porque el característico olor de los dragones no había desaparecido de sus fosas nasales aún.
La muerte dominaba todo el paisaje. No la muerte que forma parte del ciclo de la vida, sino una muerte perversa, inútil, antinatural. No había vida por ningún lado, aparte de la propia mujer. Todos los colores estaban apagados. No había ningún sonido más allá del sonido de las pisadas de Adelheid. Por no haber, no había siquiera una ligera brisa. Nada.
La cosa no cambió tras pasar la linde del bosque. El ominoso silencio, la omnipresente nada que la rodeaba le daba dolor de cabeza. Desde que puso un pie en el fangoso bosque, sintió que la estaban observando. Colgados de las ramas de los árboles cuelgan elaborados conjuntos de huesos, de animales, personas y bestias, coronados por calaveras que la seguían con una mirada de cuencas vacías.
Cada vez hacía más frío. Cada vez caminaba con más torpeza. Cada vez estaba más desorientada. El suelo parecía una alfombra de agua mugrosa y hojas amarillas y naranjas. Cada vez era más difícil distinguir donde había tierra y dónde había agua. Tropezó y chapoteó, manchándose de fango y limo la camisola blanca. A lo lejos sonaron unas risas agudas, pero Adelheid no sabía decir desde qué dirección llegaba el sonido.
Continuó trastabillándose, tropezando y cayendo. Tuvo que salir más de una vez de una poza de agua sucia. Siguió hasta que tuvo que parar a recuperar el aliento, apoyada en un árbol. Adelheid trató de concentrarse en su respiración. Algo tiró de su tobillo haciéndola caer de cara al suelo y, antes de que pudiera reaccionar, la arrastró hacia la última charca de agua inmunda a pesar de los desesperados intentos de la valquiria de aferrarse a algún árbol.
Ya bajo el agua, agarró el talismán que le había dado el viejo seidmadr en un acto reflejo. Un sensación cálida y reconfortante la envolvió. El silencio que la atontaba había desaparecido: escuchaba su propio corazón latiendo frenéticamente, el sonido del chapoteo del agua al intentar zafarse de lo que sea que la estuviera arrastrando. Podía escucharse a sí misma, y podía volver a centrarse en su objetivo.
Adelheid logró empuñar su vara dorada, que al instante se transformó en un tridente. Con una de las cuchillas cortó el tentáculo que la apresaba por el tobillo y, con un rápido movimiento, se impulsó hacia las profundidades de la poza hacia el lugar de dónde salía el tentáculo. Atravesó con su arma una masa informe negruzca. Escuchó un chillido agudo distorsionado por el agua. No perdió el tiempo y nadó hacia la superficie.
Una vez fuera se recompuso, todavía aferrando con la mano izquierda el talismán. Este había empezado a vibrar de nuevo, aunque de manera casi imperceptible. Adelheid supo que la señal apuntaba hacia su hermana. O eso quiso creer. La sensación cálida permanecía. Y la criatura que acababa de derrotar, esa especie de liquen, una suerte de no-muerto vegetal, confirmaba sus temores. Todo el Bosque Anaranjado era territorio de no-muerte.
Dirigió sus pasos hacia el corazón del bosque con ánimo renovado, en la dirección en la que apuntaba el talismán. Se estaba acercando. Ya no se escuchaban risitas. El silencio antinatural había vuelto, pero ella se concentraba en sus pisadas, en su respiración, en su hermana.
Tras unas horas de caminata, alcanzó a divisar una cabaña de madera a lo lejos. A pesar de la distancia, era claro que se caía a pedazos, carcomida por la podredumbre del pantano. La valquiria se encaminó a la cabaña, sin tomarse la molestia de ocultarse, ya que la sensación de ser vigilada y observada no había desaparecido en ningún momento.
Cuando apenas quedaban unos metros para llegar a la puerta de la cabaña, escuchó un gruñido a su derecha. Un cait-sith la miraba sin parpadear. Un gato salvaje, de casi metro y medio de altura, de pelaje negro, pecho blanco y ojos amarillos como gemas de citrino incandescentes. Tenía las orejas aplastadas hacia atrás y enseñaba lo colmillos, moviendo el rabo de aquí para allá.
La mujer no perdió el tiempo. Sacó el Jouhikko Froskurinn y dejó que el instinto guiara sus manos. Tocó una breve melodía, y el gato de las hadas, que ya se estaba lanzando a por la valquiria, cayó dormido en plena carrera. La Lira de las Ranas se desvaneció como polvo entre las manos de Adelheid.
Las risitas volvieron. Dos ancianos salieron de la cabaña haciendo gestos arcanos con las manos. El polvo voló dibujando elipsis en el aire, desde las manos de Adelheid hasta las manos de uno de los ancianos, y la Lira de la Rana volvió a tomar forma en sus manos. Dio un raspón a las cuerdas de la Lira y un acorde malsonante rasgó el aire.
Adelheid se dio un puñetazo a sí misma. Otro acorde, y se mordió en el brazo hasta que la sangre manó. Un acorde sostenido hizo que se tirara al suelo e intentara ahogarse en un charco. Con otro acorde se tiró de los pelos, sacándose la cara del charco.
La valquiria aprovechó un instante de silencio y lanzó su vara dorada al anciano que sostenía el Jouhikko Froskurinn. Los dos ancianos se volatilizaron en el aire, dejando tras de sí unas carcajadas histriónicas. Adelheid recuperó su vara dorada y dio vueltas sobre sí misma, tratando de localizar el origen de las carcajadas. Notó cómo le soplaban en la oreja desde su espalda. Se giró y allí estaba uno de los ancianos, el que tenía un cuerno en su frente. Debía ser Dedu Roga, y el cuerno de su frente el objeto mágico que quería el seidmadr como pago por su ayuda. Le lanzó un golpe que nunca llegó a asestar, porque el anciano volvió a desaparecer, como si nunca hubiera estado allí.
Jugaron al gato y al ratón, riéndose cada vez más y más fuerte, hasta que al final logró alcanzar a uno de los hechiceros que se había teletransportado a su espalda. Se dio la vuelta y vio que su vara dorada había atravesado un cuerpo, pero no era ninguno de los ancianos. Era su hermana la que colgaba inerte, sostenida por la vara.
Una fría angustia aferró la boca del estómago de la valquiria, que cayó de rodillas sin fuerzas, sin aliento, sin voluntad y sin propósito. Sin hermana.
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