No tenía secuelas físicas de accidente alguno, por lo que me dieron el alta y me dijeron que tenía que acudir, una vez vestido con la ropa que traía al ingresar en el hospital, a una cita con un gabinete de psicólogos que me iban a poner al corriente de mi situación actual y a diseñar un plan de acción para ayudarme a recordar o integrarme en mi presente, sin que esto supusiera una ruptura radical con el pasado que recordaba y la imagen que podría yo haber estado recreándome. Era inevitable hacer extrapolaciones y tener expectativas. Me habían insistido en que no las tuviera, que me dejara llevar, pero ya iba predispuesto a no aceptar cualquier cosa. Albergaba una grave intranquilidad por lo que me pudieran contar. Casi me estaba predisponiendo a revelarme contra cualquier cosa que me contasen, aunque colmase todas mis expectativas.
De entrada, la ropa que me dieron, no ayudaba a mantener demasiado optimismo. Me miré al espejo del ascensor y reconocí a un tipo obeso, en pantalones vaqueros cortos raídos por el uso y una camisa que a duras penas abrochaba en la zona del vientre. No tenía ninguna armonía en los colores, la camisa de cuadros negros y blancos, los calcetines verde limón y distintos entre sí y zapatillas de deporte negras con manchas de pintura roja. También me dieron, diciéndome que formaba parte de las pertenencias que traía al ingresar, un reloj-pulsómetro de esos que te monitorizan todo el día y una cartera con documentos y sin dinero.
Acudí ávido, víctima de mi curiosidad, a ver qué información me daba mi cartera, pero me habían retirado los documentos de identidad, sólo había tarjetas de crédito donde sí podía leer mi nombre: Alberto Ardines Amieva. – Bueno, podría haber sido cualquier otro. Poca información me trae esto. – Me dije para mis adentros saboreando de nuevo el tremendo vacío que sobre mi identidad había en mí. No tenía ningún atisbo de mi vida reciente y un profundo escalofrío me recorrió la espina dorsal ante la incertidumbre de lo que se me podría venir encima.
– ¿Cómo voy a tratar a mi mujer, si la tengo, cuando no la recuerdo lo más mínimo?
– ¿Y si resulta que es otra diferente a la que recuerdo como el amor de mi vida?
– ¿Qué les voy a ofrecer a unos hijos que no reconozco?
– ¿Me ofrecerán algún atisbo de esperanza de cara a mi futuro cercano?
– ¿Podré ir recordando poco a poco algún hecho aislado o simplemente me acostumbraré a esta realidad impuesta que aún desconozco?
– ¿Y si mi cerebro, después de un estrés post-traumático, está omitiendo deliberadamente la parte de mi vida que no quiere recordar?
– ¿Y si soy un impostor que sólo quiere cambiar de vida?
Esta tortura que no me dejaba pensar, me había impedido ver que me estaban conduciendo a la sala donde me iban a atender los psicólogos. Estaba en una fría sala de espera que me parecía el lugar más desapacible de la tierra. El último lugar donde alguien que busca consuelo y confort, quisiera estar. La antesala de una nueva vida. Dios mío, parecía el maldito slogan de una residencia de ancianos. ¿Y si soy un demente y estoy ingresado en un manicomio?¿Y si la vida que he recordado es toda una ficción?
No puedo soportar esto por más tiempo. Necesito saber lo que soy ahora para tomar una decisión. ¿Podré decidir?
Al fin se abrió la puerta de mi cadalso. Pareciera que iba encapuchado y con las manos atadas por una gruesa soga, caminando hacia el fin de todo lo que había conocido. Mis verdugos vestían todos batas blancas y sonreían en una mueca infame. ¿Se necesitan tres personas para asestarme el golpe de gracia?¿No basta con una que me propine un golpe contundente?
- Dame fin de una maldita vez. Dije en voz alta.
Mi nombre ya lo había leído en una tarjeta de crédito de la que luego supe que estaba agotada. Debía una ingente suma de dinero a diversas entidades financieras, pero eso era lo de menos, con diferencia.
En la actualidad, según me dijeron, no tenía una ocupación laboral propiamente dicha, sino que me encontraba trabajando para el FERD (Fondo Estatal de Recuperación de Deuda). Era una entidad que se había creado por aclamación popular y en la que te dedicabas a pagar con trabajo la deuda que previamente el estado había comprado a las entidades crediticias. Naturalmente, no tenía vivienda en propiedad. Sí la tuve, pero había sido subastada para recuperar deuda. Vivía en un cubículo del cuadrante 88, que era el reducto más infame e insalubre de toda la ciudad. Literalmente eran colmenas humanas donde los cubículos se apilaban unos encima de otros y no existían viarios para el tránsito rodado, sino que nos desplazaban por cintas transportadoras hasta nuestros destinos. Maldita parábola otra vez. Sí, me están transportando a mi destino. A mi NUEVO destino.

Según me siguieron relatando, no tuve descendencia pero sí estuve casado, aunque enviudé a los escasos tres años de contraer matrimonio. Me enseñaron sus fotos, pero no la recordaba. No se parecía en nada a aquel amor de juventud rebosante de ternura en mis recuerdos del día anterior. En los recuerdos que de aquel amor tenía hoy ya se comenzaba a difuminar en una bruma de amargura y desazón.
Trabajé durante varios años en una multinacional que me dio una alto status social y a partir de ahí, declive en picado. Estilo de vida con demasiados lujos y viajes y una deuda descomunal que me hizo declararme en banca rota.
Según las leyes aprobadas en 2.026, nuestra democracia se había perfeccionado y había leyes que se dictaban por aclamación popular en procedimientos exprés y una de ellas era la famosa ley que instauró el procedimiento de devolución de deuda al estado con servicios perpetuos. La solución definitiva a la crisis, decían. Por lo visto, el gobierno, en función de determinadas demandas sociales solía sacar ciertos temas a debate, por llamarlo de alguna manera pues la solución se reducía a un abanico de posibilidades que el mismo gobierno proporcionaba, el caso es que según lo que la población decidiera, se aprobaban procedimientos ultra rápidos que automáticamente quedaban blindados, pues no se podían revocar, ni instaurar ningún procedimiento judicial contra ellos. Por supuesto los ciudadanos, otro eufemismo como se podrá ver, que estaban en una situación como la mía o similar, no tenían derecho a voto. En mi caso lo podría recuperar al saldar la deuda, pero según me comentaron ésta ascendía a 471.514,12 UP (unidades de pago, no tenían otro nombre más absurdo para la moneda en curso) y en el momento actual, mis trabajos estaban ponderados en 11.415,26 UP anuales, con lo que tardaría 41 años, tres meses y doce días en saldarla, y eso sin contar el efecto de la inflación.
Abundaron en detalles sobre este tema: me explicaron cuáles eran los baremos de ponderación que utilizaba el gobierno para establecer mi renta actual, me hicieron un desglose de los conceptos por los que arrastraba esa deuda, me detallaron a que índices estaba vinculada para su actualización semestral, y un larguísimo etcétera, pero yo no escuchaba ya absolutamente nada.
El resumen rápido es que era un esclavo de un sistema que no reconocía.
¿En qué momento nos habíamos dejado conculcar nuestros derechos?
Esto no podía ser cierto. Estaba siendo víctima de un complot extraño urgido no sé por qué enemigo mío que me estaba poniendo en esta situación. Me habrían drogado previamente y borrado una parte de mi memoria porque no podía ser que yo recordase una primera mitad de mi vida floreciente y llena de bienestar y logros y que la segunda mitad se me viniera abajo de esa manera tan catastrófica.
¿Qué decisiones letales había tomado para traerme hasta este infierno?
Pudiera ser que la temprana muerte de mi esposa me sumiera en una espiral de consumo de drogas y desenfreno que me hiciera dilapidar mi fortuna y mi vida con ella, pero no habían mencionado nada de eso. Me mostraron fotos de mis viajes y aparecía con diversas personas, no había nadie que se repitiera con asiduidad. Tendría que tener conocidos en la actualidad, amigos, alguna relación de pareja, pero me insistían en que no, que mi vida se reducía al trabajo y al descanso en el cubículo, que la cinta transportadora te lleva del tajo al cubículo y ni siquiera tienes contacto visual con tu vecino pues el trasporte es en células individuales.
¿Y pretenden que con esto que me están contando y el pasado que yo recuerdo me vaya tan tranquilo a ese puto cubículo a esperar que suene el toque de diana?
- ¡Malditos bastardos, soltadme ya!- Gritaba mientras dos fornidos ¿verdugos? Me sujetaban por ambos brazos.
- ¡No me volváis a inyectar nada, hijos de puta!
Y de nuevo esa bruma.
De nuevo el inmutable olvido.
De nuevo la nada.
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