Basado en hechos reales.
En un lugar de Galicia de cuyo nombre no quiero acordarme, quedábanse sin agua los vecinos por huevones. Más concretamente, por no pagar los doscientos euros que suponía instalar una bomba automática en el pueblo. Las huertas —que normalmente regaban con agua potable— se quedaban secas, los animales sin beber —a los cerdos no les daban Solan de Cabras— y los váteres, pues eso. Digamos que compartir zurullos flotando es la prueba definitiva de sí una familia puede estar unida o no.
Como cada agosto, se celebraban las fiestas patronales. Habían traído un cuarteto que no era de cuerda, ni por estilo ni por la cantante, que cuerda tampoco estaba. Entre pasodoble de hace noventa años y canción de Concha Velasco cuando era joven, la tipa increpaba al público por no animarse. Como diciendo «esta gente está sorda, ¿no me están oyendo?». Le decía a uno de los adolescentes a voz en grito que con el vaso en la mano no iba a mojar el churro. «Vamos, a mí me viene un tío con vaso en la mano y se lo tiro por la cabeza». El adolescente se defendía diciendo que no estaba ligando, que era su prima. Y la cantante repuso audazmente, «pues cuanto más prima, más te arrimas».
Mientras, una chica de dieciséis años y cuarenta kilos de peso había ingerido dos kilos de alcohol. Se desmayó después de que, al hacer twerking, la sangre le baja de golpe al culo. Dos borrachos llamaron al 112.
La ambulancia llegó y llevaron a la chica al hospital. Una adulta, borracha como un piojo también, la acompañó para que no fuera sola mientras daba las buenas nuevas por teléfono a sus padres: «La niña, que se ha mareao un poquillo».
Pasadas tres horas, el marido de la adulta que había ido al hospital se jugaba a piedra, papel o tijera quién iría a buscarla con un amigo.
—¿Tú has bebido?
—No, he estado aquí de gratis, no te jode.
—Pues ve tú a por ella.
—¿Yo? ¿A tu mujer? El que se va a quedar durmiendo en el sofá eres tú.
—Es que estoy mamao.
—Venga, pues a piedra, papel o tijera.
Mientras tanto, en la orquesta sonaba Sin pijama y dos veinteañeros cavaban agujeros en el monte con dos cucharas para hacer de vientre.
—Esto es como empollar un huevo —decían.
Uno de los adolescentes media dos metros. Se rumoreaba que el tamaño de su pica de Flandes era proporcional y varias amigas —primas incluidas— y amigos querían comprobarlo.
Se enrolló con un total de una prima, dos amigas y un extraño. Ellas no consiguieron más que unos restregones. El extraño, sin embargo, pudo saber de primera mano que aquello era un prodigio. El de la pica de Flandes volvió a meterse en el armario y cerró por dentro.
Mientras en la orquesta sonaba Como una ola, tres chicas y cuatro chicos se intercambiaban fluidos y parejas en la era. Explicaban a los curiosos que por allí se acercaban a mirar que «ahora no se hacen relaciones, se establecen vínculos intermitentes». Que la monogamia era una cosa muy antigua. Concretamente eran vínculos intermitentes de unos quince minutos.
Mientras, en la cantina, un alcohólico que rondaba los setenta cantaba el estribillo de All My Loving de Los Manolos a su manera, cada cinco minutos exactos. “Oh my love you”, decía, y no sabía seguir. A veces, se arrancaba con eso de «Si quieres agua fresca, niña, ven a mi pozo».
Después de dos rayas, nueve cubatas y cuatro cervezas (a las cervezas las llamaba homeopatía, porque tienen más agua que producto), al compinche del abuelo alcohólico le pareció que la cuenta de la cantina era excesiva. El camarero le amenazó con estamparle una botella de coñac en la cabeza y el tipo se fue resoplando a su madriguera.
A los cinco minutos volvió empuñando una catana a lo Kill Bill que —nadie sabe cómo ni por qué— tenía en casa. Se fue directo a por el camarero que logró salir escopetado a casa con el tiempo justo de echar el pestillo. El de la catana se pasaba el índice por el cuello diciendo que mañana le daría matarife. El camarero miraba desde la ventana la escena mientras llamaba al 112.
Llegó la Guardia Civil y vio a los dos borrachos de antes todavía desempatando al piedra papel o tijera para ir a buscar a la mujer al hospital. Los guardias les quitaron las llaves del coche y los borrachos se abrazaron gritando «¡empate, empate!» y siguieron bebiendo. La mujer se quedó dormida esperando en el hospital.
Después de los vínculos intermitentes, a los adolescentes les dio sed y deambularon buscando quién les rellenara el vaso vacío. Uno le acercó el vaso a uno de los guardias por error y se llevó algo más fuerte que un ron añejo. Del sopapo se le pusieron a bailar las dos neuronas que le quedaban sanas.
Por fin se llevaron al de la catana al calabozo y el amigo, el abuelo alcohólico, se indignó. «Es que no hay derecho, oh my love you. Es que no hay vergüenza, niña, ven a mi pozo». Decidió que no iba a dejar dormir a nadie en el pueblo, como venganza.
Se subió al campanario a tocar las campanas y puso a todo lo que daba su único disco: Lo más grande de la copla volumen 4. Su madre, de noventa y dos, encamada, estaba en el piso de abajo sola. Se quejaba amargamente, pero el alcohólico, por lo que fuera, no la podía oír.
La orquesta tocaba Tractor amarillo y la cantante, que por cierto, tenía una fina y delicada voz de harpía resacosa, amenazaba a los de la última fila con meterles el micro por el culo si no bailaban.
Al día siguiente la mitad del pueblo denunció a la otra media. Como no había agua, para la resaca tomaron cerveza —homeopatía, según el del calabozo— y aguardiente.
Todos bailaron como cada año, como si nada hubiera pasado, como si cada año fuera el mismo, como si hubiera que agarrarse a la única tradición que les hacía sentirse vivos. Si nadie rebanaba el cuello a nadie o moría de un coma etílico, claro.
¡Que viva San Pantuflo!
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