El Libro de Isidoro

El traqueteo del teclado le llenaba de vida. Llevaba tanto tiempo sin parar de escribir que le daba una sensación de vértigo, de absoluto vacío existencial, la idea de parar. Si dejaba de escribir, de presionar teclas, ¿qué le quedaría? Nada. Tendría que volver a la vida. Y allí quedaba poco. Se había ocupado de ello.

Metódicamente, había ido hilvanando todas sus vivencias y experiencias entre las líneas negras que formaban letras en la pantalla blanca. Todas y cada una de ellas. El mundo era un asco, así que no le había quedado otra opción. Tampoco es que tuviera la intención de manchar el sacrosanto «folio en blanco». Más bien, pretendía limpiar el mundo.

Una tarde de finales de diciembre lo vio claro. Le vino la idea repentinamente, con el brillo de la clarividencia que solo tienen las ideas que nacen en la ducha: si conseguía meter todo lo malo del mundo en un libro, le haría un buen favor a este. Algo así como una Caja de Pandora a la inversa. Algo así como el Libro de Isidoro.

Y se puso manos a la obra. Veintidós semanas después seguía con ello. Letra tras letra, espacios, signos de puntuación, carácter tras carácter, incluso los que tenía que coger del código ASCII porque no eran de fácil acceso en el teclado que tenía, como las comillas angulares, los espacios finos ─que se ponen para separar las cifras de las magnitudes, por ejemplo en 50 €─ y, por supuesto, las rayas para los diálogos y las aclaraciones.

Los calambres en el cerebro se dejaron sentir allá por la decimoquinta semana. Los calambres en los dedos, por la decimosexta. El culo, por supuesto, no lo sentía desde la segunda semana.

El pobre Isidoro no sabía cuánto más podría seguir. Aquella empresa, si bien noble, cumplía perfectamente todas las condiciones para ser un ejemplo que ilustrara la mal conocida frase hecha de «el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones». Su titánica y ─¿por qué no decirlo?─ imposible misión le había costado discusiones consigo mismo y con toda la gente que le rodeaba. Hay que reconocer lo difícil que es, en principio, discutir y escribir a la vez. Él lo solventó escribiendo las discusiones.

Funcionó. Las discusiones terminaron, quedaron atrapadas en el libro, y lo que recibía era un suministro de botellitas de agua y platos precocinados calentados. Algunos platos caseros también llegaron. Como no paraba de escribir, los sabores que no le gustaban también se fueron. Y gracias a la extrema movilidad que le brindaba escribir en un portátil, acudir al baño tampoco era un problema.

Cierto es que a veces dormía. El universo era plenamente consciente de la importancia de su obra, pensaba él, porque no dejaba de tener pesadillas que, casi religiosamente, dejaba registradas en su libro. Quien esté leyendo esto se podrá hacer vagamente una idea sobre el Libro de los Horrores que estaba escribiendo el bueno de Isidoro. Usted, sí, usted, coja su idea y multiplíquela por mil para acercarse. Y , dado que es algo malo, por favor, remítasela por correo electrónico a Isidoro en la dirección ellibrodeisidoro@terra.es, para que pueda ser registrado convenientemente.

Pero volvamos a lo que estábamos hablando: Isidoro estaba ya en la semana número veintidós, y por momentos se le estaba haciendo cuesta arriba al incansable ─cansino de─ Isidoro. Pero él estaba contento: ya había registrado buena parte de malo del mundo, y no quedaba tanto. Así que, se dijo, quizá al terminar la semana cincuenta y dos se podría tomar un respiro. Habría que dejar que el mundo sufriera algún tipo de crisis para que surgieran nuevas cosas malas. Todo fuera por darle una digna segunda parte a su libro estrella.

Una respuesta a “El Libro de Isidoro”

  1. Instrucciones de un diario.

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