Y como todas las cosas a esta edad, llegó sin apenas advertirlo y lleno de preguntas: El momento que llevaba años vaticinando que sucedería, se plantó delante de mí como una nueva piedra en el camino. Otra más.
Desde siempre me había repetido que el destino de todo padre es que te odie tu hijo. Es como una versión inversa del famoso aforismo Freudiano. Si Jim Morrison hubiera llegado a los cincuenta, como yo, hubiera escrito una canción con el estribillo diciendo “Son: I know you’re gonna kill me.”, pero Jim se quedó en el famoso club de los 27 y yo ya sobrepasé esa cincuentena hace bastante tiempo, así que tendré que lidiar con aquello que Jim nunca saboreó.
En esta etapa de tu vida, o tienes los muebles bien puestos, o te vuelves majareta, apático, depresivo y todo lo que se te ocurra más, porque la sensación de vivir en un bucle del que no puedes salir es demasiado persistente, y como guinda a este pastel decepcionante, llegan periódicamente estos vaticinios que se cumplen uno tras otro, inmisericordemente.
Hablas con tu hijo de 14 años y adviertes esa mirada en la que te dice que ya no eres su héroe, que eres un estorbo en su camino hacia su autoconocimiento.
Podría ser un momento decepcionante. Podría autocompadecerme diciendo que ya pasó la época dorada en que jugábamos juntos y nos reíamos de todo. Hace tiempo que ya no hacemos actividades juntos.
Podría, como digo, autocompadecerme, pero resulta que la programación de mi bucle particular consiste siempre en darle la vuelta a todo. Parece que me siento cómodo en ese papel porque me ofrece la sensación (falsa, ya lo sabemos) de que aún tengo control sobre mi destino; de que el libre albedrío existe.
Me he conmovido hasta la médula al escucharle, cuando me retaba insolente con la mirada a que le levantara un castigo que le impuesto, y lo he hecho porque ya he visto un igual delante de mi. Ya no es el infante al que tengo que tutelar a cada paso, ahora tiene criterio, anhelos y personalidad propios y yo sólo debo darle pequeñas pinceladas en forma de consejos. Debo ceñirme a ser su confidente cuando él quiera y a advertirle de qué probables consecuencias tienen determinados actos, pero a la vez le tengo que decir que la única vía de aprender es dándose de hostias contra todo.
Tiene que saber que estaré para lo que él necesite, pero tengo que saber dejarle partir hacia misiones quijotescas a sabiendas de lo que sucederá.

¿Y por qué escribo esto?
Será porque aún late en mí la esperanza de que sus locuras revelen fallos en la programación que nos tienen preparada que yo no detecté.
Quizás vea en él la valentía que a mi me faltó.
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