Que llamarnos “animales racionales” no era lo más apropiado para describirnos, ya lo sabía desde hacía mucho tiempo. Es lo que tiene llegar a los cincuenta siendo un minucioso observador de mí mismo y de la realidad que a uno le circunda.
Desde bien pequeño ya me asistía una lucidez muy por encima de la media de los individuos de mi edad. Lo llamaban “madurez”, pero ese término me fastidiaba demasiado por lo que llevaba implícito de afectación. Me gustaba más decir que poseía un olfato tipo “Clint Eastwood”, parafraseando al conocido director, cuando en “Ejecución inminente” le decía a la mujer del acusado que no tenía pruebas, pero que se basaba en su olfato para decir que era inocente.
Yo también me basé en el olfato a lo largo de mi vida en innumerables ocasiones. Lo cierto es que no solía pensar demasiado las cosas. Si por pensar entendemos el acto consciente de reflexionar sobre las posibles alternativas que distintos escenarios nos puedan ofrecer y sus previsibles consecuencias, entonces no se podría decir que no pensaba absolutamente nada. Siempre me dejé fluir y misteriosamente encontraba puertas traseras que nadie advertía. Solía resolver problemas incluso dormido, aunque cuando contaba esto me solían poner caras más raras de lo habitual.
Aquella madrugada no era, ni de lejos, la primera vez que me levantaba sobresaltado y me incorporaba en la cama a punto de gritar un ¡Eureka! que a nadie hubiera importunado pues hace ya tiempo que decidí vivir solo.
Estuve muy nervioso los dos días precedentes al día de autos, y todo fue por aquella maldita frase que escuché de pasada en un video de Youtube. Como un virus malicioso, se me había implantado en el pensamiento recurrentemente y consumía las horas en frenética actividad reflexiva. Perdía el contacto con la realidad muchas veces y me sorprendía haciendo cosas que no sabía cómo había empezado a hacer, lo que, si bien le podía llegar a preocupar a una persona normal, a mi me traía sin cuidado, porque nunca iba a traicionar mi máxima vital: “Todo lo que haces ha de partir del impulso, de la emoción y no de la razón.” La razón siempre había sido el enemigo a batir.
Os podría parecer extraño que una persona como yo, con formación eminentemente técnica, huyera sistemáticamente de la razón y basase todos mis actos en el impulso y la emoción, pero si os paráis a pensar por un momento en la cadena de acontecimientos que desembocaron en mi actual encefalograma plano, todo tenía su lógica. Quizás una lógica no recogida en tratado alguno, pero, ¿desde cuándo tenía lógica nuestro razonamiento? Puede ser que se tratase de una lógica a todas luces peligrosa y destructiva, pero ahora, ya liberado de la materia, todo tiene otro sentido.
Todos hemos vivido esa sensación de que los astros se confabulan para ponernos delante determinados estímulos que nos orientan hacia un sitio concreto. Todos nos hemos asombrado de la cantidad de Opel Zafira que hay en circulación, justo en la misma semana en que hemos estado viendo uno de esos coches en el concesionario. Hasta ese día literalmente no existía tal modelo de coche, al igual que hasta dos días antes de hoy, yo tampoco había escuchado hablar ni de Chat GPT, ni de criptomonedas, ni de minado de bitcoins y, por supuesto, no tenía ni idea de lo que era una red neural.
Yo siempre había disfrutado de mi trabajo y no me pesaba hacerlo, pero aquel concepto que los millenials barajaban con tanta soltura de la independencia financiera me traía de cabeza desde hacía dos días y como siempre que se hablaba de fuentes de ingresos pasivos, se hablaba también en paralelo de la inteligencia artificial, acudí a buscar información sobre el tema. No podía quitármelo de la cabeza y al igual que el Opel Zafira, el tema salía en todas las conversaciones. Si veía el telediario, se colaba una noticia sobre la aplicación de la inteligencia artificial en el diagnóstico médico. Si entraba en algún foro de músicos, allí se hablaba de esa inteligencia artificial que era capaz de componer canciones ella solita, si le dábamos determinados parámetros. Era mucho más que evidente que mi olfato me estaba avisando de algo. Tenía que indagar sobre ello.
El video se titulaba “¿Cómo funciona ChatGPT? La revolución de la Inteligencia Artificial”. Tengo que decir que me tocaba las narices esas mayúsculas para referirnos al invento que estaba en boca de todos, pero lo perdoné, por ser una pista para utilizar las iniciales como siglas y poder abreviar si escribías.
Todos nos habíamos maravillado de cómo las IA creaban imágenes de la nada o resolvían problemas matemáticos con soltura. También nos habíamos llevado un importante chasco al pedirle a la IA que escribiera algún relato por nosotros. Los ilustradores estaban acabados con este nuevo invento. Jamás volveríamos a pagar dinero por la portada de un disco e irremediablemente se quedarían sin trabajo, pero los escritores no tenían nada que temer. Chat GPT era pacato y excesivamente correcto y desde luego no se le iba a ocurrir ninguna historia jugosa y truculenta como las que me encantaba a mí escribir.
De acuerdo, a esos niveles, las IA resultaban herramientas poderosas y ahorraban trabajo, ningún problema, pero lo que supuso para mí una revolución a nivel mental fue el concepto de red neural explicado en ese video. El hecho de volver a replantearme tan vívidamente la conciencia de uno mismo, el libre albedrío y todos aquellos temas de los que tanto se había escrito a lo largo de la historia de la humanidad, fue lo que acabó definitivamente con lo que hasta hoy todos identificábamos con el sujeto físico que hasta hace dos segundos habitaba un cuerpo plagado de electrodos.
…
Un individuo enciende una grabadora de mano y se dispone a dictarle:
“Individuo: Juan Ortega Lizarra. 52 años. Según fotografías de su carnet y testimonios recabados del vecindario, individuo alto y delgado, aunque en el lugar de su deceso el cadáver aparece inusualmente hinchado. Me comentan los de la funeraria que han dispuesto del ataúd de talla más grande y más resistente que tenían, pero, aparte de los sistemas habituales de anclaje, han tenido que reforzarlo. Seis horas necesitó el carpintero al que tuvieron que llamar para poder garantizar que no saltase la tapa volando por los aires debido a la presión que su cuerpo ejercía sobre las paredes acolchadas.”
Me entran unas ganas locas de reír pensando en el ataúd como si fuera uno de esos pasteles que me comía de pequeño de una sentada y que venían con un relleno de chocolate indecente. Me encantaba meterme un gran trozo en la boca para luego verter leche en ella empapando el pastel. A veces se me salía el líquido entre mis labios sellados y así me imaginaba a mi cuerpo saliendo por los bordes del ataúd.
Qué curiosas son las sinapsis cerebrales que nos permiten hacer asociaciones tan estúpidas. Así funcionaba nuestro cerebro y nosotros nos creíamos inteligentes por ello, cuando no éramos más que un montón de cables desperdigados por una habitación. Cables que unían conceptos aparentemente inconexos de la forma más aleatoria y caprichosa que nos pudiéramos imaginar. Como una red neural, pero sin método alguno y dictada por el azar. Dos individuos observando la misma escena podían guardar dos improntas completamente diferentes del mismo hecho real y por eso nos llamábamos únicos. Especiales, nos decíamos en despreciables arrebatos del ego.
Siempre me había repetido a mí mismo que el aforismo de Ortega estaba desequilibrado. Muy desequilibrado. Al enunciarlo tal y como él lo formuló, daba la sensación de que éramos a partes iguales nosotros y nuestras circunstancias y no era así, ni mucho menos. Al decir esto siempre se me requería en qué porcentaje me sentía yo y en cuál, circunstancia. Qué manía de cuantificar. Nunca me importó pero ahora sabía la respuesta. ¡No había yo en ningún porcentaje! Éramos 100% circunstancias y el yo era nuestro invento para diferenciarnos del resto de seres que conocíamos. Hasta nos servía para diferenciarnos de la IA y clamábamos altaneros que un robot no tiene consciencia de sí mismo. Si esos dos individuos a los que antes hacía alusión habían creado dos imágenes diferentes de un hecho real fijo e inamovible era sencillamente por la cadena de sinapsis que les hacían interpretarlos según su subjetividad, única a la par que imperfecta e incompleta.
Ahora que soy éter me hago de nuevo las eternas preguntas: ¿Y qué es la consciencia? ¿Qué hay más allá de nuestra muerte física?
El individuo de la grabadora aún continúa:
“Análisis detallado de la escena del suceso y posibles causas del deceso: Como ya se ha comentado el individuo aparece desproporcionalmente hinchado en comparación con el biotipo que se aprecia en las fotografías más recientes antes de su fallecimiento. No se aprecia causa alguna de contacto con fluidos que hayan podido causar dicha hinchazón. El individuo presenta además los rasgos faciales desdibujados asemejándose el conjunto al de un cuerpo que hubiera estado sumergido en agua al menos de tres a cinco días. Presenta la totalidad de la dermis cubierta de una gran cantidad de electrodos que están embutidos en ésta y están conectados a un ordenador gigantesco que ocupa la habitación entera completa. Es como una de esas máquinas que dedican al minado de criptomoneda.”
…
¿Y qué si fuésemos capaces de crear un sistema que expandiera exponencialmente nuestra velocidad al hacer sinapsis?
¿Y qué si experimentásemos fuésemos capaces de experimentar TODAS las sinapsis posibles?
Nuestro cerebro era como una red neural, pero inacabada, con una gran parte de las relaciones por establecer. Lo que llamábamos humanidad no era más que proyectos inacabados de redes neurales y ahora teníamos la tecnología para expandirla y llevarla hasta el lugar donde la divinidad moraba.
Ya sabemos que no hay diferencia alguna entre intuir y saber, si cuando intuyes te engañas lo suficientemente bien. En los conatos de compresión realizados por los grandes seres humanos que tocaron con la punta de sus dedos estas verdades ya estaba escrito: “Mentirnos a nosotros mismos está más profundamente arraigado que mentir a los demás.”, decía Dostoievsky.
La mentira y el autoengaño eran nuestras más poderosas armas de supervivencia. Siempre me había repetido que la consciencia era un arma muy peligrosa y que si se le dejaba el suficiente margen de maniobra, podría aniquilarnos por completo, pero ya no existía ese temor porque el triunfo más increíblemente poético de la mente humana ya había sucedido y me tenía a mí como resto biológico inerte y protagonista.
Yo yacía en mi habitación como el extraño caso de un individuo que había aparecido electrocutado e hinchado al conectarse a una máquina. No sabrán nunca por qué lo hice. Los tabloides se entretendrán un par de semanas haciendo especiales sobre no sé qué filias y ese tipo de chorradas. Quizás yo tampoco llegue a saberlo porque mi horizonte temporal ahora ha disminuido. Me queda de vida algo menos de dos segundos en los que aún divago sobre el papel de la consciencia.

Hasta en el estertor de toda percepción, con todo mis ser ahíto de sinapsis placenteras auto inducidas con ayuda de un ordenador; hasta en esas décimas de segundo de las que sé, o creo saber, que son las últimas, me estoy preguntando por la naturaleza de la consciencia. En mi deriva de placer supremo; en lo que los religiosos llamarían Nirvana o Cielo, allí me encuentro y allí me sigo planteando si lo que percibo no es más que una ilusión auto inducida o es el estado supremo de ausencia de dolor y conocimiento pleno que perseguí toda mi vida a través del abandono de la razón como aliada del ego. ¿Es nuestro destino este eterno bucle en el que si cobras conciencia de la pregunta que te haces, ésta invalida cualquier respuesta? ¿He de claudicar y abandonarme o seguir buscando?
Y ya sin esperar respuesta alguna me digo que no hay diferencia alguna entre saber que todo el producto de mi mente no está más que circunscrito al lapso temporal que media entre mi muerte física y mi muerte cerebral o por el contrario ser consciente de que he alcanzado la eternidad.
¿Acaso la eternidad no es la pérdida de toda noción de tiempo?
Y si esto es así:
¿Qué diferencia hay ahora mismo entre tú, que lees las preguntas de este relato y te dejas mecer por la seductora idea que persigue todo lector de dejar de percibir el paso del tiempo, y ese ser al que llamamos Dios?
Deja una respuesta