Es más de medianoche y no quiero volver a casa. Es más de medianoche y no quiero buscar amparo en los bares decadentes que siempre me arropan en momentos como este. Es el ciclo interminable de la vida, me hice inmortal hace una vida en las mismas frases de otro texto. Fue el preludio del último domingo triste. En realidad no fue el último ni el penúltimo.
Llueve como entonces. Necesito dejar de pensar como entonces. No me arrepiento de haberme dejado el paraguas en casa. Nunca lo llevo, me gusta sentir la lluvia sobre mí independientemente de la intensidad. Estoy en la puerta del Águila Negra. Lo describí hace milenios en ese relato olvidado: “La fachada de lo que parece una iglesia de estilo gótico llama mi atención: focos morados iluminan las vidrieras y los huecos de las ventanas. Llega el rumor de música en directo desde el interior”. Entonces no había nadie en la entrada, ahora el personal de seguridad me examina de arriba abajo, dudando si dejarme entrar, estoy empapado. Me reconocen, no es la primera vez que me ven así, aunque está sí sea seguramente la noche que peor aspecto tengo en mucho tiempo. No sólo por estar empapado, llevo 3 días sin dormir, no sé cuántos sin afeitarme, y no sé si contar esta tormenta como ducha. “Tienes que empezar a cuidarte un poco, Haller”, me aconseja uno de ellos. “Mañana”, respondo con ironía. Lo único que necesito ahora es un trago.
Se apartan lo suficiente como para dejarme entrar sin que les alcance la lluvia. Busco mi sitio de siempre, sé que estará libre como si de una sitcom se tratase. Aunque en este caso no hay comedia que valga. Me quito el abrigo como puedo, con tanta agua encima pareciera que la ropa estuviese pegada a mi piel. Lo cuelgo en un gancho bajo la barra. Pido lo mismo de siempre.
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