Teníamos las entradas desde hace un año, en un principio yo no iba a ir pero las casualidades obligan y el contratiempo de un amigo me dio la oportunidad.
Tren para Barcelona, play-list con las canciones que iban a tocar escuchada varias veces y, como manda la tradición, hacer cola tres horas antes de la apertura de puerta. Deportivas cochambrosamente cómodas y camiseta de la gira de hace millones de años puesta.
Y, de repente, se oyó el primer trueno. De charla con los compañeros de espera que si no va a llover, que si no hay gente menor de cuarenta años, que si ya está diluviando en Hospitalet, que si aquel chaval compra entradas a doscientos euros.
Segundo trueno. Que si está poniéndose muy negro, que si aquellos se han colado. Una chica que pasa me pregunta el porqué de tanta gente y me acaba diciendo —Bruce ¿esprinqué? «A veces me siento muy mayor». Un hombre pasa corriendo sin camiseta, enseñando músculo. Es aplaudido la tres veces que le vemos pasar.
Primeras gotas, segundas, trigesimoquintas. En un minuto y acompañadas de luces eléctricas, millones de gotas. Agua a mares sobre nosotros. Me puse a pensar en los equipos de sonido, en los guardas de seguridad, en los baños portátiles. Tres meses sin llover en Barcelona y tiene que solucionarse la sequía a tres horas del concierto.
Tras muchos, muchos, muchos litros por metro cuadrado cesó la lluvia y allí que seguíamos todos. Con bolsas de basura haciendo de chubasqueros y plásticos de cervezas en las cabezas (las inclemencias estimulan la imaginación). No suspendieron el concierto. Los empresarios de estos eventos seguro que tienen contactos hasta en el cielo. Pero una vez dentro, esperando la kilométrica cola del «bañodechicas» escondido en el subsuelo del estadio mientras los varones accedían rápidamente al «bañodechicos» bien situado y accesible en mitad del campo, volvió a diluviar. Así que me puse a hablar con las del del paraguas de delante y ya tengo dos nuevas amigas en Instagram.
A las nueve menos cuarto escampó. Lo dicho, hasta las fuerzas de la naturaleza se rinden ante el Boss.
El resto ya os lo podéis imaginar. A pesar de estar empapada, ver y oír a un hombre de setenta y tres años, en plena forma, cómo reía, cantaba, bailaba y disfrutaba en su trabajo de una forma tan honesta mereció la pena. Nos contagió a todos y me enamoró por completo. La banda, los coros, el espectacular sonido, las luces. Sin artificios, personas normales con dones extraordinarios. Tanta autenticidad y disfrute deben de llevar un gran trabajo detrás. Salí realmente inspirada.
Una persona, sola en el escenario, con una guitarra y una armónica, dejó mudo a todo un estadio.
Fue una experiencia de vida.
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