La tráquea del asesino

Cada minuto de esta anodina existencia que dedico a pensar en mi condición, se hace más insoportable la sensación de asfixia.

Hay dos circunstancias que, si se dan simultáneamente en el tiempo, me aniquilarán por completo. Coqueteo con ellas y fantaseo por separado a sabiendas de que el momento fatídico de la conjunción habrá de llegar. Me dejo mecer por la inercia de los acontecimientos, simplemente empequeñeciendo su importancia frente a la gran hecatombe.

Nacemos a este mundo a toda velocidad. Somos como una gran bala de cañón enviada al espacio con una velocidad inmensa. En nuestros primeros años pensamos incluso que esa velocidad tan prodigiosa nos hará salir de la atmósfera, sobrepasar la órbita de la luna y por fin liberarnos de la tiránica gravedad de la tierra.

En nuestro fulgurante trayecto ascendente hemos visto miles de objetos en sentido contrario. Objetos que otrora fueron rutilantes astros ascendentes que también creyeron poder librarse de la trampa de la gravedad.

Necios y obstinados, como sólo los humanos sabernos serlo, seguimos hacia arriba, creyendo en lo imposible. No es que creyéramos en lo imposible, es que, simplemente, lo ninguneábamos. No pensábamos en ello mientras ascendíamos.

Cuando toda la energía cinética es consumida, se produce un momento mágico en el que la velocidad es nula. En esas décimas de segundo, sabiendo a ciencia cierta que lo que venía a continuación era el inicio de la caída en sentido contrario, nos creímos ingrávidos. Sabíamos que iba a ocurrir, pero aún así, nos sentimos livianos, liberados de todo peso.

Ese momento sublime, ocurrió hace exactamente 1 año, 3 meses, 28 días, 20 horas, 29 minutos y 34 segundos. Mi momento de velocidad cero transcurrió con duración infinita ante mis ojos extasiados de puro placer y ahora me dirijo ya a una velocidad endiablada dispuesto a estrellarme contra la superficie terrestre. Ya no poseo aceleración, hace tiempo que el rozamiento con el aire de la atmósfera impide a mi cuerpo acelerar más. He minimizado mi sección transversal y tanto la densidad del fluido en el que estoy sumergido, como mi peso o el coeficiente de resistencia, son constantes, por tanto estoy en velocidad límite.

Puedo ampliar mi sección transversal e incluso construirme unas membranas artificiales que unan mis extremidades para reducir drásticamente mi velocidad de caída, pero nada evitará esa colisión final.

¿Qué más da por tanto caer a una velocidad u otra a sabiendas de que mis entrañas acabarán desperdigadas en la superficie de la tierra por la violencia del impacto? Efectivamente, es preferible que todo se precipite y suceda cuanto antes.

Un hombre de 82 años ha asesinado a su esposa después de 50 años de vida en común. La ha asfixiado con sus propias manos. Ha presionado sobre la tráquea del ser al que prometió consagrar su vida, hasta ver partir su último hálito.

Otro hombre toma a un niño de nueve años de la mano, en el parque donde éste jugaba. Lo conduce a su casa, lo agrede sexualmente y lo asesina. La policía lo detiene con el niño en sus manos y en el juicio declara “no recordar nada”.

Un matrimonio mantiene encerrados a sus hijos durante 24 años y nadie de su entorno se dio cuenta nunca.

Dios, cuando cambié ascenso por caída, no te vi por ningún sitio, y si alguna vez estuviste, tengo claro que hace tiempo que nos abandonaste. Tendrían que juzgarte por “dejación de funciones”. Traerte a la tierra con traje de humano y sentarte ante un tribunal, aunque estoy seguro de que declararías “enajenación mental transitoria.” Tú, que te las sabes todas. Eres el gran escapista.

Quisiera estar en un inmenso error y, pese a seguir siendo ateo, desearía con todas mis fuerzas que existieras e iluminaras a esta humanidad desquiciada que violenta y destroza toda belleza.

Yo ya estoy perdido. Esta violenta caída me ha desposeído de toda humanidad y sólo deseo mal para esos seres abyectos que traicionan el sagrado tesoro del amor y la confianza. Yo no soy como tu hijo, no quiero poner la otra mejilla y quiero arrasar con todos esos que violan niños, asesinan a las mujeres que juraron proteger y secuestran la inocencia.

Y no quiero regodearme, ni pedir que sufran, ni nada parecido. No quiero perder ni una décima de segundo en su aniquilación.

En esto sí seré como tu hijo Jesús, que cargó con el pecado del mundo. Pero seré un Jesús justiciero y malvado, que no busca acólitos, sino que sólo quiere exterminar.

La ira me corroe las entrañas y no puedo dejar de ser esos padres que asisten ya muertos en vida al juicio del asesino de su hijo. No dejo de pensar qué haría en su pellejo. ¿Sería capaz yo de presionar la tráquea del asesino hasta ver salir su último estertor? El estertor vacío y sin valor de un ser despreciable. Él ya se ha desposeído de todo valor con sus viles actos: ¿Por qué no matarlo?

Mientras pienso y me consumo en deseos de muerte, veo como sigo cayendo a velocidad constante, sin poder escaparme de mi destino. El destino que construí mientras ascendía ilusionado, me dice sereno y confiado que aunque esté convencido de que he perdido toda humanidad, aún queda un pequeño rescoldo resto de esa antigua llama que creía inagotable. Ahora sé que lo era y ese trocito aún incandescente podría comenzar un incendio con el oxígeno y el combustible adecuados.

Esa pequeña porción de carbón rojizo que se guarda entre cenizas es el tesoro de mi alma; la que me impediría apretar la tráquea del asesino.

2 respuestas a “La tráquea del asesino”

  1. Soberbio 👌🏻

    Me gusta

  2. ¡Qué bueno! Me ha gustado mucho.

    Me gusta

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: