—Ya sabes lo intensa que eres cuando te pones  —dijo Aurora—, aunque es verdad que ves cosas en la gente que nadie ve.

—Pero yo no quiero escribir un libro como todo el mundo, —me dolió la barriga al gritarlo.

Había estado en la feria del libro y al llegar a casa no podía pensar en otra cosa. Los pobres escritores con sus libros debajo del brazo, con cara de lástima, cansados, mugrientos, raídos. «¿Será una pose?, ¿disfraz de escritor», pensé.

—Todas las casetas tenían a su pobre autor novel en una esquina, con su mesita plegable —seguí lamentándome—, allí los tienen, sin una maldita sombrilla, con un cartelito con su nombre haciendo de hombres-anuncio.

—Reflexiona corazón,  —Aurora siempre me llamaba cosas así— después de estar aguantándote seis meses, de quitarte de dormir una hora cada día de esos ciento ochenta días —siguió recriminándome—, no vas a borra el maldito PDF de tu novela. Treinta noches sin dormir es mucha inversión. «Y la dramática era yo» me reí por dentro.

De mis conversaciones con Aurora habían salido grandes verdades, eso era obvio, pero cada vez que me enfrentaba al hecho de tomarme en serio o de mostrar algo de respeto por mis escritos, me escurría en los miles de detalles, el los millones de pasos dificilísimos que había que dar hasta publicar mi novela.

La última brillante idea catastrófica que se me había ocurrido era que escribir estaba de moda, todo el mundo lo hacía. Hasta la chica aquella del tele-maratón de hacer tortillas había escrito un bestseller.  Yo que había crecido entre irónicos y elegantes autores ingleses, entre detallistas y observadoras autoras americanas, no lo podía soportar. 

—Vas a morir de idealización, —sonrió Aurora— poetizacionitis aguda. Pero tengo una idea. «Cuando usa ese tono estoy perdida» pensé.

—Escribe para alguien, sólo para una persona. Alguien que no conozcas tanto como para considerarlo corriente y moliente, a alguien idealizado. —La sonrisa de su cara me desarmó por completo.

—Eso es lo único que he hecho en todos los minutos de sueño perdidos —me sinceré.

—Eres una puta romántica de telenovela. Escribe sobre tí y triunfarás en el Carrefour.

Adoro a mi amiga Aurora. Seré una escritora como todo el mundo. Contaré mi vida como todo el mundo. Y, con suerte, el año que viene me vestiré de escritora mugrienta con cara de lástima con mi sucia mesita plegable y seré vulgarmente feliz.

FIN

Entonces recordé  «¿No tenías que acabar el relato con lo de «cuando cerré la puerta, el lugar quedó a oscuras»».