¿Quiénes somos nosotros para decirle al mundo cómo son o dejan de ser las cosas que habitan en él? ¿Quién soy yo para decidir si esa escultura en medio de la rotonda más fea de Móstoles es una obra de arte, o la exaltación de un truño que José Luis y Juan David dibujaron a todo correr en una servilleta de bar para llevárselo muerto?
Las cosas nunca, y digo jamás de los jamases, son 100% como las vemos. Siempre va a haber algún detallito que no conocemos, o que no estamos teniendo en cuenta, o que incluso podemos llegar a malinterpretar.
A esta conclusión llegué antes de ayer mientras esperaba el metro llegando muy justo a trabajar, puesto que me he malacostumbrado burguésmente a usar el coche hasta para ir a 600 metros de mi casa.
Mi TOC de baja intensidad me pidió encajar algún tipo de puzzle para frenar el agobio de las prisas que llevaba. Entonces me dio por mirar un cartel al otro lado de las vías que mostraba: «el próximo tren llegará en: 6 minutos». Justo por delante, otro cartel más cerca de mi llevaba escrito en letras grandes la palabra «Ascensor», para indicar, obviamente, la ubicación del ascensor. Bien, mi mente usó lo siguiente para hallar algo de paz: comencé a andar por el andén de manera meticulosa, para que mi visión hiciera coincidir un cartel con otro de manera superpuesta, de forma que se pudiese leer la frase «el próximo tren llegará en: ascensor».
Descargué parte de la tensión que llevaba encima riéndome solo, pensando estúpidamente en un tren de metro, con sus tres vagones unidos, bajando sudoroso y alterado por el ascensor y pidiendo disculpas a todos los viajeros del andén por el retraso, para colocarse después sobre las vías y empezar su jornada laboral.
Claro, eso es lo que yo viví. El resto de viajeros de mi andén seguramente fliparía en LSD al ver a un chaval nervioso dar vueltas sin control, analizando la vía contraria de manera meticulosa, hasta elegir una posición estratégica donde proceder a descojonarse a gusto mirando… Un ascensor.
La deformación de la realidad que seguro tuvieron que sufrir sus inocentes cabecitas me recordó a una historia que me pasó una vez con un paciente.
Un señor que me caía muy bien, pero que tenía unas ideas un tanto excéntricas, me estaba preguntando dónde iría de vacaciones, a lo que yo le contesté que Galicia sería un muy buen destino, porque por lo visto se come de locos, y yo soy un enamorado, un amante bandido, un yonki enfermo y peligroso del turismo gastronómico, llegando a dejar en un segundo y prescindible plano el resto de encantos que pueda ofrecerme la ciudad a visitar.
Pues el caso es que me advirtió, muy preocupado, que ni se me ocurriera acercarme a las islas Cíes porque, por lo visto, «los putos activistas lo habían llenado todo de bisontes y era bastante peligroso».
Os juro que no sé porqué pensaría eso este Don Quijote moderno, pero me lo argumentó de tal manera que procedí a sanchificarme y alertar al resto de los pacientes de la semana que tuviesen cuidado con los bisontes de las Cíes.
Últimas noticias:
No se han visto a día de hoy rastro de bisontes en las Cíes.
Ningún tren en la historia del transporte por raíl ha llegado tarde al trabajo en ascensor.
A no ser, claro está, que nosotros queramos creerlo.
La vida solo es prescindible a ojos del que así lo quiere.
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