El expendedor de hostias en la luna

Cuidadosamente, con toda la profesionalidad que le otorgaban los años de experiencia, Johnny extrajo el cartucho que contenía las obleas de ácido para llevárselo a su taller y repararlo. Los expendedores de obleas de la “Reunión de la Humanidad” siempre se atascaban con las que contenían LSD, Johnny lo sabía. Lo había visto muchas veces y solía guardar los cartuchos que las contenían en casa para poder reparar unos con las piezas de otros. De este modo podía pedir el recambio al estado y se quedaba con el importe de la factura. Era una de sus múltiples formas de joder al estado y a su representante en el cielo, como llamaba Johnny  a la “Reunión de la humanidad”. La susodicha organización dependía del ministerio del bienestar y en teoría tenía la función de “dotar a los ciudadanos de las herramientas necesarias para un desarrollo íntegro y libre de su espiritualidad, cuando ésta ya no venía dictada por religiones del pasado, afortunadamente abolidas…” Así se podía leer en los estatutos fundacionales y en la calle todos estaban entusiasmados, porque al fin la humanidad se había liberado de las religiones. Al fin el hombre era soberano para dirigir su espiritualidad sin sumisiones a dioses ridículos que dictaban rituales obsoletos. Todo se empezó a gestar desde tiempo atrás, pero fue después de la pandemia de 2020, con la crisis mundial sin precedentes que sobrevino, cuando todo cristalizó. Escaseó el agua y estallaron las revueltas por doquier, pero el nuevo orden mundial lo puso todo en su sitio y una de las más maravillosas creaciones de aquel gobierno supranacional fue la “Reunión de la humanidad”, franquicia supra-estatal, para la que Johnny trabajaba como autónomo, llevando las funciones de encargado de mantenimiento de los locales sitos en las manzanas 4 a 6 de la gran orbe.

Los locales de la “Reunión de la Humanidad” eran un prodigio de tecnología. Habían copiado un montón de elementos de las antiguas religiones, los habían desnaturalizado e incorporado a toda su imaginería plagada de tecnología. La tecnología siempre había sido el nuevo dios, eso era evidente mucho antes de aquello, pero ahora se le dio forma como jamás lo hubiera imaginado Johnny en sus peores augurios.

Ya sabemos por la avería que ha reparado Johnny, que dichos locales poseían expendedores de obleas, los sustitutos de las antiguas hostias cristianas. Estas obleas tenían una composición neutra a base de fenilpentapiketoprofeno insípido, pero contenían todo el valor nutricional que un individuo medio necesitaba, y no sólo eso, sino que además estaban aderezadas con diferentes sustancias en función de las necesidades espirituales del individuo. Dichas necesidades eran determinadas por los soulómetros, unos aparatos dispuestos en los laterales de la nave. Sí, ya: como los confesionarios. En esos terminales, el individuo solía responder a una serie de cuestiones que una inteligencia artificial le planteaba. Con sus respuestas y un análisis facial, la IA determinaba qué sustancia podía mejorar anímicamente al individuo. A veces no era más que placebo con sabor albahaca, pero en ocasiones podía suministrar drogas duras, como LSD, setas alucinógenas o extracto de peyote, y con el LSD, se solían obturar los canales de alimentación de fluidos, de ahí la necesidad del mantenimiento que tan diligentemente realizaba Johnny.

Johnny era ateo, aunque esto lo debía llevar en el mayor de los secretos, pues después de la abolición de las religiones por el estado, si bien oficialmente todos los ciudadanos eran “areligiosos”, todos tenían la obligación constitucional de acudir al menos una vez en semana a su centro de “Reunión de la humanidad” más próximo. Nada había cambiado en las técnicas de control mental y el estado seguía utilizando esa manía de crear neologismos absurdos que reafirmaban la identidad colectiva. Johnny odiaba los putos neologismos. ¿Estos necios no se dan cuenta de que «areligiosos» resulta cacofónico? – Se preguntaba a la par que adivinaba automáticamente la obvia respuesta.

Lo que no se había conseguido con siglos de guerras, genocidios y exterminios masivos, se consiguió sin violencia. La humanidad había sido sometida en su totalidad. Se había acabado la disidencia y todos convivían en paz y armonía, sin enfermedades mentales y sin la alienación que consumía al hombre moderno de principios del S. XXI. Sin tullidos y sin individuos infelices. Es cierto que la abolición de las religiones trajo consigo muchas mejoras para el conjunto de la sociedad: Las violaciones de niños se redujeron prácticamente a cero; determinadas mujeres de África u Oriente Medio, pudieron conservar sus clítoris y no tenían que vestir como si fuesen buzones de correos, además de que podían conducir; muchos individuos dejaron de adosarse bombas al cuerpo y abandonaron esa maldita manía de degollar a lo que llamaban infieles y que no eran más que otros humanos que no profesaban su religión. Sí, se había avanzado en ese sentido: pero a qué precio. La humanidad ya era de facto una maldita colmena donde todos tenían su función y la cumplían diligentemente. Era lo mejor para el planeta, se repetía constantemente en todos los foros de discusión.

La Iglesia de la Reunión de la Humanidad. Sí; dejémonos ya de rodeos y llamémoslo como lo que realmente es. Esa maldita iglesia, decía, había conseguido adocenar a la humanidad entera con un cóctel de consignas espirituales y drogas. Qué equivocada estaba la iglesia antigua cuando aborrecían de las drogas, en ellas estaba la clave y bien que lo implementaron estos nuevos profetas, cuando descubrieron aquellas variantes del LSD, la psilocybe y el peyote que actuaban exactamente en los neurotransmisores que uno deseaba. Después de pasar por los soulómetros y los expendedores de obleas, los individuos hacían exactamente lo que el gobierno necesitaba. Lo gracioso de todo es que estos conservaban una reconfortante sensación de que actuaban según su libre albedrío. Según el libre albedrío y la lógica más aplastante, se esterilizaban, se suicidaban si no eran productivos o delataban comportamientos indeseados si los detectaban en otros individuos. Así de felices éramos en aquellos días todos. Todos excepto Johnny.

Johnny estaba exento de acudir al culto semanal por su trabajo como técnico de mantenimiento de varios locales de la iglesia. El sistema reservaba para estos técnicos un status especial en el que tampoco tenían la obligación de pasar por los soulómetros, ni tomar sustancias regeneradoras. Estos individuos tenían que pasar una serie de estrictos controles, que incluían suero de la verdad y análisis de ondas cerebrales, pero Johnny era una mutación expontánea y los eludía sin problema alguno.

Johnny estaba solo en aquel mundo. Todos los compañeros de mantenimiento que conocía tenían el cerebro más frito aún que los ciudadanos de a pie y no podía hablar con ellos de su plan. Johnny era la última célula terrorista viviente en un mundo de zombis felices. Taciturno, Johnny pasaba los días urdiendo su plan, aún a sabiendas de que este tendría únicamente dos posibles resultados: o salvar al mundo o servir al mismo como el último frenesí colectivo en el que se volvía a disfrutar de una ejecución pública. A Johnny eso le era indiferente pues también era consciente de que cualquiera de estas dos vías tendría el mismo resultado. Su muerte: la muerte del último hombre libre.

Con la paciencia del que se sabe poseedor de todo el tiempo del mundo, Johnny ejecutó su plan con maestría. Codificó en ceros y unos su discurso y las líneas de código que saldrían junto al backup hacia la luna. Esperó pacientemente a la obtención de su permiso anual vacacional, que aquel año incluía un viaje para visitar el centro de datos más impresionante que el ser humano había concebido. Dicho centro estaba en China y hacia allí tomó Johnny el trasbordador orbital aquel frío día de enero. Antes de entrar en órbita supra sónica, Johnny adivinó entre brumas las formas de su ciudad natal, ahora reducida a una granja de minado de Bitcoin. Johnny ya  se sabía muerto y lloraba tras la ventana que permitía ver el espacio exterior desde su cubículo individual.

El cielo nocturno del “Fort China Telecom-Inner Mongolia Information Park” se iluminó en un precioso espectáculo de fuegos artificiales. En la atmósfera se dibujó ese precioso hongo mortífero que las explosiones nucleares dejaban tras de sí. ¡Cómo algo tan destructivo podía ser tan bello! – se hubiera preguntado Johnny si sus átomos no estuvieran ya disgregados en el seno de esa inmensa nube de humo fungiforme.

Las dos semanas siguientes a la destrucción del centro de datos fueron un caos absoluto a nivel mundial. Recordaron mucho a las de finales de 2023. Volvieron los asesinatos, las violaciones de niños, las bombas adosadas al cuerpo, pero nadie habló de los estoicos antiguos. Johnny había estudiado concienzudamente el protocolo y sabía que en caso de fallo masivo de uno de los centros de datos que formaban parte de la red neural, y el de China lo era, se enviaría automáticamente un backup al centro soporte ubicado en la Luna. Él sabía exactamente de dónde saldría ese mensaje y también sabía que en casos de “alarma mundial tipo uno”, como se tipificaba a la crisis que podría provocar la destrucción de un centro de datos importante, dicho backup eludiría los controles habituales de detección de malware por la premura del momento. En el backup que pretendía salvar al mundo colocó Johnny su código. El código que destruiría ese mundo al que él nunca perteneció.

A la tercera semana después de la explosión, entró en pleno funcionamiento el centro réplica construido en la luna y todo volvió a la normalidad y el rastro de Johnny se difuminó como si nunca hubiese existido. Sólo quedó de él una cadena de ceros y unos en un servidor remoto que controlaba las dosis de LDS, psilocybe y peyote en los expendedores de obleas, así como las consignas que el gobierno solía poner en el transporte público obligatorio por la megafonía.

Ya dijimos que Johnny era ateo, pero sabemos que el lenguaje incorpora frases hechas que son difíciles de erradicar y en los instantes previos a la explosión que lo desintegró, un fugaz destello le trajo una premonición:

  • Sólo Dios sabe qué puede hacer una muchedumbre puesta hasta arriba de ácido con las instrucciones adecuadas.

Una ingente multitud inusualmente en silencio, absortos en sus pensamientos y con las pupilas dilatadas abarrota el transporte público hoy mientras escribo esto y transcribo lo que voy oyendo por la megafonía. Es una locución con una voz distinta a la átona voz que suele adoctrinarnos. Es una voz humana y está cargada de emoción:

“Desde tiempo inmemorial, el ser humano ha vivido sometido a diferentes fuerzas que siempre han pretendido anular su soberana voluntad. Reducir al mínimo su libertad. Como argumento principal se nos esgrimía que el hombre, si es libre, tiende al caos y a la destrucción de sí mismo y de sus congéneres. Siempre se nos ponía el ejemplo de esos humanos que alcanzaban grandes logros en sus sociedades, pero sucumbían presas del hastío y la desmotivación. Como autómatas, todos repetíamos la letanía aquella de: Como ya lo tenía todo, no sabía dónde buscar nuevas emociones. En nuestra mísera sumisión a esos entes modeladores del pensamiento, repetíamos una y otra vez que un hombre sin normas ni convenciones sociales, tendería al salvajismo, a la abolición de las normas éticas elementales de convivencia. Para refrendarlo poníamos como ejemplo la novela de “El señor de las moscas” y ahí se acababa la discusión, con el defensor de la bondad humana claudicando ante tan palmaria evidencia.

Este control mental continuado hizo que pasaran desapercibidas muchas tendencias que sí consiguieron liberarnos en parte de toda esa carga impuesta. Como soldados, estrictos  cumplidores de las órdenes recibidas, fuimos tildando de locos o iluminados a todos aquellos que resultaban algo originales y que, como lobos solitarios, nos hablaban de libertad; de integridad del ser humano y de tendencia natural de éste a cooperar y respetar a sus semejantes. La máxima que popularizó Hobbes, pero que acuñó Plauto: “Homo homini lupus” es una patraña y ha campado a sus anchas por los lodazales seculares del pensamiento humano desnaturalizado. El hombre no es un lobo más que para sí mismo, si no se preocupa de vivir su presente con la integridad que posee desde que nace. El deber sagrado de todo hombre es el de trabajar con el cincel para quitarse todas las capas impuestas por siglos de costumbres heredadas y resurgir por encima de los desechos como un hombre nuevo y libre. Un hombre que pone en el centro de todo su sagrada dignidad y que vive sin miedo a la muerte, porque la entrega de la primera es la peor de las muertes y la segunda, no es más que un trámite indoloro. No existe dolor en la muerte. Solo existe dolor en la idea de muerte. Pensar en nuestro fin es lo que nos acongoja, la muerte sucede sin más.

El hombre moderno, ese que se dice libre porque la tecnología ya lo hace todo por él, no es más que una extensión desdibujada y débil, del hombre que vivía bajo el yugo de la religión. Vivimos drogados y dirigidos por un ente superior que ni siquiera es soberano, pues sigue los dictados de un “bien superior” que viene dictado por la inteligencia artificial.

He destruido el centro de datos de China y he hecho este sacrificio, a sabiendas de que jamás nadie entenderá el por qué, pero lo hago por un doble motivo: por vuestra salvación y por la mía propia. Sólo un hombre libre puede disponer de su dignidad, nadie puede jamás arrebatársela si él no la entrega. Nec spe, nec metu.

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