Las alas del ángel

Hay veces que la capacidad de fantasear me abandona súbitamente. Las más de las veces, una bofetada de realidad difícil de digerir me baja a tierra, dejándome seco de ideas y lleno de dolor. Siempre suele ser el dolor el que cataliza esta situación. Había una canción de Ringo Starr que decía en una de sus frases: “…tell me why you carry the weight of the world.” Y bien es cierto que no podemos cargar con todo el pesar que nos rodea. Es cierto que para avanzar nos tenemos que revestir de una especie de cinismo que ignora toda esa basura que hay fuera de nuestra burbuja de bienestar, pero hay veces que la realidad la pincha sin más y es ahí donde se me impide fantasaear. Quizás sea un mecanismo de auto defensa. Quizás mi cinismo, reducido por el peso de los hechos a mera carencia de empatía, se retire unos momentos para dejar pasar a ese ser sensible que se aflige por el mal ajeno y con una pequeña perorata compasiva ya se permita volver a la burbuja. Puede ser, hace tiempo que aprendí a recelar de los mecanismos de mi mente, pero no por recelar los puedo evitar. No por saberme imperfecto, he de renunciar a mi sensibilidad. De ahí a hacer algo por cambiar la inercia de los acontecimientos va un trecho algo más difícil de salvar.

El caso es que el pasado viernes vi el documental de Netflix titulado “Ten dollar death trip. Inside the fentanyl crisis.” En dicho documental se retrata con toda crudeza, el problema con los opiáceos que sacude Norteamérica. Concretamente está filmado en Vancouver y aquí empiezan los datos a machacarte la cabeza. Vancouver es la tercera ciudad más poblada de Canadá y está considerada según no sé qué lista, como la tercera mejor ciudad del mundo en cuanto a su calidad de vida. No sé cómo se pondera esto, es ridículo, pero bueno, al menos da una idea de que es una ciudad en la que no le debe ir muy mal a sus habitantes. Constituye el área metropolitana más grande del oeste canadiense. Como postre, decir que es la ciudad donde resulta más costoso vivir de toda Norteamérica, que ya es decir.

En este entorno idílico del capitalismo moderno, no podía faltar el gheto. El pozo donde tirar la basura. Esa función la cumple el Downtown Eastside. Es uno de los barrios más antiguos de la ciudad y atención a esta frase que extraigo literalmente de la wikipedia: “…problemas sociales, que incluyen niveles desproporcionadamente altos de consumo de drogas, personas sin hogar, pobreza, delincuencia, enfermedades mentales y trabajo sexual.” La frase es demoledora, pero se queda incluso corta si ves el documental. Todos tenemos en mente la parte chunga de las 3.000 viviendas, en Sevilla, como paradigma de barrio deprimido. “Las Vegas”, como se conoce a la zona comprendida entre las calles con nombre de novelas: “Utopía”, “Edipo Rey”, “La Eneida”, “Novelas Ejemplares”, etc… es una ciudad modélica al lado del Downtown Eastside y no exagero. En el Downtown Eastside muere una persona por sobredosis cada siete minutos. Existen voluntarios que patrullan en bicicletas, portando dosis de naxolona, que es un medicamento que puede revertir una sobredosis de opioides. En una de las partes del documental, uno de esos voluntarios relata con toda la frialdad del que lo ha visto mil veces, cómo deducir cuando una persona a la que le está dando una sobredosis se puede salvar o no: “Si tiene los labios azules pero la cara lívida, se puede salvar. Si tiene la cara morada ya no hay solución.” – Habla a la cámara, dando a entender con su expresión que en ese caso guardará la dosis para salvar a otro. En el Downtown Eastside se habilitan espacios seguros donde los adictos pueden ir a drogarse mientras son supervisados para, en caso de sobredosis poder actuar; incluso se ha iniciado una experiencia piloto donde se ha tomado a un número de adictos y se les proporciona heroína de calidad para que se droguen con ella y no acudan al fentanilo, que es más barato pero letal. Cada persona que es acogida en esos programas, cuesta al estado 27.000 dólares anuales y lo más impactante de todo es que el director de ese centro reconoce abiertamente a cámara que la experiencia es rentable puesto que un individuo adicto al fentanilo que se drogue libremente, financiando su adicción con robos, supone un coste superior para la sociedad por los destrozos que realiza, los robos y la asistencia sanitaria que precisa. El puto yonqui está más controlado aquí dentro y es más dócil, le faltó decir.

En otra parte del documental, un tío joven; de unos treinta y pocos como mucho, se chuta en primer plano a la cámara y después de hacerlo, habla con el entrevistador. Es lo más espeluznante que he oído en mi vida y soy ya una persona adulta, que ya ha visto bastante mierda.

El entrevistador le pregunta qué siente al meterse fentanilo y él responde: “Es como un gran abrazo; Un cálido y enorme abrazo donde sabes que no puede pasarte nada.”

Acto seguido, después de un silencio denso, le pregunta qué haría si pudiese volver al momento del pasado en que se metió su primer pico y ahí se rompe el individuo. Se le inundan los ojos de lágrimas y en un monólogo de un par de minutos en que la cámara no lo interrumpe, reconoce la miseria en la que está sumido, reproduzco literalmente una parte:

  • Mi vida se ha enterrado completamente en el fango.
  • He perdido amigos, miembros de la familia, no tengo nada.
  • Vivo en la calle.
  • Me congelo todas las noches y robo para comer y mantenerme.
  • Odio mi vida.
  • No es vida, tío. Esto es muerte.
  • Estás enterrándote a ti mismo día tras día. Y lo haces voluntariamente.
  • Y: ¿Por qué?
  • Porque estás demasiado asustado a tener mono o a desengancharte.

Cuando termina, sin palabras, el individuo coge sus pertenencias. Una bici desvencijada y dos cajas son todo su hogar y carga con ellos alejándose de la cámara y en el horizonte se divisa la paradisíaca Vancouver. La tercera mejor ciudad del mundo en calidad de vida para los no residentes en el Downtown Eastside.

La policía vigila las calles, pero todos se chutan en público, quizás la misión de la policía sea simplemente que no salgan de allí. Que mueran sin ensuciar los barrios altos.

Mirando los ojos de aquel joven. Inexpresivos por el abuso de opiáceos, me asalta el pensamiento de que quizás todos ellos sean mucho mejores personas que los individuos que sí encajamos en esta sociedad disparatada, que pagamos los impuestos y que producimos sin rechistar para alimentar esta ominosa rueda del despropósito que margina y aísla a los no funcionales. Su único pecado ha sido el no encajar en esta mierda de sociedad que nos convierte en estúpidos insensibles al dolor ajeno. Justificaremos su comportamiento diciendo que son basura, que no se adaptan, que son unos vagos que sólo quieren drogarse pero todos sabemos que no es así. Son mejores que nosotros. Son ángeles a los que cortaron las alas, echándolos al barro junto al resto de “hombres de bien” que poblamos los cubículos de las oficinas a modo de celdas tantas veces hemos visto retratadas en las películas de Hollywood. Está claro que nosotros somos las abejas obreras, pero ellos no son los zánganos. Los zánganos habitan despachos impolutos y toman decisiones como las de crear guetos donde apilar a los indeseables. Los desdichados residentes del Downtown Eastside, simplemente no encajan en la colmena. No saben por qué los consume la desazón y buscan el cálido abrazo del fentanilo. Si alguna vez tuvieron alas, quisieron tocar el sol y como Ícaro, se precipitaron al vacío. Y una vez allí, nosotros los pisoteamos.

Una respuesta a “Las alas del ángel”

  1. Otra vez sin palabras. Gracias.

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