Zombis nazis

Salgo del cine sin tener claro si me siento estafado o si he visto la mejor película de mi vida: Zombis Nazis. La sinopsis que leí en la web de SensaCine no engañaba: “cuenta la historia de un grupo de estudiantes de Medicina que deciden pasar unos días en la montaña. […] Sin embargo, estos jóvenes nunca imaginarían encontrarse, bajo la nieve, un batallón de nazis muertos que están dispuestos a acabar con el grupo de amigos, uno por uno…”. No voy a recuperar la hora y pico de vida que dura la película, así que me decanto por la segunda opción. “¡Menudo peliculón!, exclamo mientras mi ligue de la semana y yo salimos a la calle. Cuento los ligues por semanas para subirme la moral, es 3 de enero de 2010 y no tenía una cita desde octubre de hace dos años. Descarto este pensamiento de la cabeza para no echarme a llorar.

Me he vestido para la ocasión, con mi jersey marrón de las presentaciones de la universidad, desde 2005 dándome suerte, y con unos vaqueros desgastados de El Corte Inglés heredados de mi primo. Creo que los pagó en pesetas. La clave del look es la cresta macarrilla a lo Dani Martín cuando aún existía el Canto del Loco, nunca pasa de moda. Hoy me ha llevado más tiempo de lo habitual debido a lo especial de la ocasión, pero ha merecido la pena. Hasta he recibido la felicitación de mi madre, quien, con una sonrisa burlona, me ha preguntado a dónde iba. “Donde coño irá este hoy, si no sale de la habitación”, habrá pensado. Descarto este pensamiento para no echarme a llorar.

He invitado a todo como un caballero. Aún me duele el sobrecoste pagado por las entradas y por las palomitas deprimentes que mañana me darán cagalera. Lo bueno de ir a la última sesión es que apenas compartes la sala con otras personas, normalmente parejas que terminan sobándose la entrepierna, y tipos solitarios que hacen lo mismo mirándolas. La parte mala es que las palomitas no se reponen pasada cierta hora, así que lo que te sirven son los restos medio fríos y hechos migas que quedan tras la jornada. He pedido agua para paliar la indigestión y, no nos vamos a engañar, porque era la opción barata. Ella ha preferido Coca-Cola, la opción más agresiva con el intestino y con mi bolsillo. En mi cartera tenía tres billetes de veinte euros, dos falsos y uno auténtico. Este último representaba el total de mi paga semanal. “Son tiempos de crisis”, me digo para no asumir que soy prácticamente un “nini”. Descarto este pensamiento para no echarme a llorar.

Me queda un euro con cincuenta céntimos auténticos para el resto de la velada, no me puedo permitir pagar más esta noche. Los otros dos billetes son para hacer bulto, la falsificación es más que evidente. Ella sugiere ir a un bar cercano para tomar unas copas, y yo empiezo a sudar previendo el desenlace de la cita. No tiene pinta de que ella vaya siquiera a amagar con invitar a las consumiciones así que, en un intento desesperado, sugiero pasar por un “chino”, comprar unas litronas e ir a un parque cercano. Ella tuerce el gesto pero acepta ante mi insistencia. Viene de una familia pudiente, y tiene apellido compuesto. El lunes contará esta anécdota en el club de golf como si fuese Dian Fossey explorando las montañas Virunga en Ruanda, con los “jijis” y los “tía, ¡no!” de sus amigas acompañando la narración. Descarto este pensamiento para no echarme a llorar.

Entramos al establecimiento en cuestión y, mientras ella espera cerca de la puerta, yo me dirijo a la nevera de las cervezas. No me alcanza para dos litronas, así que paso a mirar los precios de las “yonkilatas”. Maldigo la inflación, no me alcanza ni para dos latas de 33cl. de una marca de Europa del este. Respiro profundamente. Decidido, cojo dos latas igualmente y me dirijo al mostrador. Allí me espera una persona de origen presumiblemente asiático. Está sentado mientras mira una película en un idioma extraño, en una televisión gris de tubo de las que ya no se fabrican. Se levanta para cobrarme mientras sigue prestando atención a la tele. “Joder, es mi oportunidad”, pienso mientras le doy rápido un billete falso casi temblando. El dependiente lo coge mientras sigue mirando la pantalla. Estoy tan tenso que podría partir un cable de acero con el esfínter del culo. Y, de repente, el dependiente, sin siquiera mirar lo que acaba de recibir, pausa la película y me contempla serio. Levanta despacio el billete hasta la altura de mis ojos y empieza a frotarlo con los dedos. No hay pensamiento que descartar, sólo una buena dosis de realidad.

La escena es terrible, según se mire claro. Estoy convencido de que el lunes en el club de golf será comedia. El dependiente me grita en un idioma que no distingo mientras agita el billete en su mano. De vez en cuando exclama “¡falso, falso!”. De detrás de una cortina sale una mujer, que replica cada sonido del hombre a la vez que nos señala a la puerta y a mí de forma intermitente. En mis vaqueros empieza a crecer una mancha oscura a la vez que sube de ella un tufillo denso y nada agradable. Miro de reojo a mi cita en busca de ayuda, en busca de un milagro que no llega. Efectivamente, no hace amago alguno de pagar las bebidas. En lugar de ello arruga la nariz y pone una cara de asco efímera, que da paso a una sonrisa burlona, y me dice aguantándose una carcajada, pero riendo: “oye, pero, ¿por qué lloras?”.

*Imagen vía El País.

4 respuestas a “Zombis nazis”

  1. Joder es buenísimo, me ha sacado un par de carcajadas. De las cosas que más me gustan de leeros por aquí es sacar ideas y aprender cositas para mis próximos ensayos.

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    1. Un placer J, ¡muchas gracias por comentar!

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  2. ¡Me ha molado mazoooo!

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