Apuré el whisky que quedaba en mi vaso y lo apoyé en la barra con un estruendo sordo que hizo al camarero dar un respingo. Palpé sin mucha esperanza la bolsa que colgaba de mi cinturón para darme cuenta de que no tenía ni para pagar el último trago.
Me quité mi sombrero de fieltro con el ala derecha mal doblada y lo dejé al lado del vaso para secarme el sudor con la mano contraria. Me encantaba ese sombrero, a pesar de su marrón ya descolorido y el agujero de bala en un lateral de la copa.
Sonreí levemente e intenté levantarme del taburete medio cojo sin dar sospechas de mi evidente estado de embriaguez. Y aunque casi hago tropezar de una embestida a un tipo con cara de pocos amigos, me enredé con una silla mal puesta en medio del camino y fui a apoyar mi cabeza con, quizá demasiada fuerza, en la esquina de la puerta del salón, creo que nadie se dio cuenta. Mientras me iba acercando a la letrina iba percibiendo ese olor tan característico que, aunque solía ser desagradable para el resto de personas, a mí me llenaba de paz.
Me desabroché el cinturón e ignoré el dolor de mis rodillas al agacharme. Aunque solía disfrutar ese momento de paz y tranquilidad sin imbéciles cerca que me molestasen, la amable culebra que serpenteó alrededor de mis botas me recordó por qué bebía: mi deuda de 2000$ con esa sabandija de Dalton. Era una suma bastante grande y hacía tiempo que debería estar saldada.
No sé por qué no estaba mi cara ya en un cartel de «Se busca».
Porque quiere matarte con sus propias manos.
Me levanté de un brinco y me golpeé la cabeza con el techo de la letrina. Ni siquiera me dio tiempo a preguntar quién había dicho eso cuando la tenebrosa voz continuó con su soliloquio.
¿No has notado nada raro en el salón, Jonny?
No vas a salir de aquí con vida.
El sudor frío se resbaló por mis mejillas hasta llegar a unos labios que en ese momento fui incapaz de abrir.
Pero tranquilo, yo estoy contigo. Hazme caso y todo saldrá bien. Escúchame con atención.
El tipo enorme con el que casi te chocas al salir lleva un Colt Dragoon camuflado en el pecho. La bailarina de la esquina de la barra esconde una pequeña Derringer enganchada en el liguero de su pierna derecha y el hombre con el que habla, porta un revólver Schofield sujeto en la parte trasera de su pantalón. Y todos quieren usarlos contra ti. Pero no sufras, tienes la ventaja de saber lo que va a ocurrir. Irónicamente tu salvación se esconde bajo la barra justo enfrente de esas botellas de licor que han sido tu perdición.
(Reproducir ahora: «Paint it, Black» de los Rolling Stones.)
Me impresionó el paso decidido y firme con el que avancé al salón donde había dejado mi sombrero, quizá empujado por una rabia asesina hacia el hombre que me lo había quitado todo.
Para cuando llegué a mi parte favorita de la barra llevaba la cara roja de ira, como poseído por el mismísimo demonio.
De un salto torpe pero efectivo, me posicioné detrás de la barra y agarré el rifle Henry escondido debajo que me había comentado mi improvisado amigo.
Casi me da tiempo a dudar de la locura que estaba a punto de cometer hasta que vi a un imponente hombretón llevarse la mano al pecho.
Un disparo. El hombro de su camisa se empezó a teñir de rojo. «No es suficiente para tumbarlo.» Dos. Tres. Cuatro. Se desploma sobre una silla y la rompe. Parece que la bailarina se ha caído. Se agarra el tobillo. ¿Le duele o quiere matarme? Cinco. Seis. Siete. Un borrón a su lado al que apenas distingo. Se mueve. Ocho. Nueve. Diez. Once. Doce. «Apenas veo. Quieren matarme. No van a poder.» Trece. Catorce. Quince. Se vuelca una mesa. Oigo gritos. Estallan botellas. Dieciséis. Diecisiete. Dieciocho. Comienzo a avanzar hacia la salida de la barra, desconfiando de cualquier movimiento que percibo en el salón. No veo. Diecinueve. Veinte. Veintiuno. Veintidós. «No voy a morir aquí. No. Hoy no.»
Veintitrés. Veinticuatro. Veinticinco. Camino a trompicones hacia la salida, sorteando bultos, carne y cristales, bailando una coreografía macabra y dulce digna de mis mejores pesadillas. Mientras empujo con la espalda las puertas batientes para salir del salón disfruto en veintiséis, sonrío en veintisiete y exhalo en veintiocho.
Me doy la vuelta, dando la espalda al cuadro más grotesco que nunca había pintado.
Para cuando recuperé la vista, lo primero que captaron mis ojos fue el brillante cañón del «Peacemaker» del Sheriff del condado apuntando directamente a mi frente con un arsenal de ayudantes detrás.
Click, click. Click, click. Vacío.
«Demonios. El tipo del retrete me la ha jugado. Se acabó el baile.»
Deja una respuesta