Vlad y el nuevo orden mundial

Desde que decidí dejar de morder a los humanos para alimentarme, mi vida se ha vuelto más solitaria, más taciturna y más gris.

No soy del todo humano, ni lo llegaré a ser jamás. Tampoco soy ya un vampiro, es más que evidente. Estoy atrapado en esta especie de limbo absurdo. Pensé que vagaría en medio de esta nube de desmotivación el resto de mis días, cosa harto desmotivadora ya en sí misma, puesto que no he perdido la eternidad, pero cuando un grupo de humanos llamó a mi puerta para pedir ayuda, no pude evitar sentir una chispa de emoción. ¿Podría ser ésta mi oportunidad para hacer algo bueno por ellos después de todo el sufrimiento que les había infringido durante siglos? ¿Me apetecía hacer algo bueno o simplemente la eternidad me había hastiado de tal manera que pensaba que quería hacer el bien por el simple hecho de hacer algo imprevisto?

No, amigo, los vampiros no estamos exentos de esa eterna duda que os machaca el raciocinio a vosotros y que se empeña en “poner en cuarentena” cualquier pensamiento o anhelo que nos asalte. Esa consciencia que reformula todo pensamiento, que escruta cada planteamiento. ¿En qué momento de la evolución se decidió que esa facultad nos facilitaba la existencia? Los vampiros no éramos esos seres fríos y calculadores sin sentimientos que aparecían en esas películas góticas en las que todo está envuelto en brumas. No vestíamos todo el rato con camisas engoladas y con chorreras, ni estábamos ávidos de sangre, esclavos del deseo. Sí, bebíamos sangre de otros, pero si teníamos que pasar ayuno, se pasaba y punto, como cualquiera, pero tampoco éramos gilipollas y teníamos claro que esa falla en nuestro cerebro; Ese “bug” en nuestra programación, completamente ilógico desde la óptica de la evolución de las especies, era la prueba irrefutable de la existencia de dios. De un dios caprichoso y juguetón que nos había metido un virus a propósito como para divertirse contemplado el resultado. Por eso nos tocaban los cojones los crucifijos, porque nos recordaban nuestra fragilidad, pero de ahí a que nos causaran sarpullidos en la piel, ya iba un trecho.

Toda esta imaginería que nos ha rodeado fue culpa de las novelas del S. XIX. Maturín y Stocker, etc… se encargaron de sellar nuestro destino como seres abyectos y apartados de la sociedad, todo por ser eternos.

Recelé de los humanos desde que me vampiricé, eso lo tenía claro. Me atiborraba de su sangre y santas pascuas, no quería nada con ellos. Pero ahora todo era diferente. Había llegado a mis oídos que tanto vampiros como humanos estaban cayendo como chinches ante un nuevo ser extraño que nadie había visto aún y aquel grupo variopinto que llamó a mi puerta hace dos días quería mi alianza para derrotar al innombrable enemigo común. Se pensaban que volaba, que me metamorfoseaba en lobo o murciélago o que me podía hacer invisible o manipular las fuerzas de la naturaleza a mi antojo y me costó mi trabajo hacerles entender que no hacía nada de eso y que tampoco iba a sacarles la sangre a las primeras de cambio. Tenía mis bodegas bien aprovisionadas de mi rojo sustento y además, desde que esto de la clonación se legalizó… qué os voy a contar, me llevo alimentando seis años de un tal José Zambrano Almeida, al que clono cada vez que seco.

Allí estaba delante de mi puerta la líder del grupúsculo de humanos que me había venido a buscar dispuesta a parlamentar de una estrategia común.

Me contó una sarta de estupideces de lo más variopinto: Control de la población, club Bildelberg, 5G, chemtrails y por supuesto, todo el tema de las vacunas esterilizadoras y con micro-chips que se había instaurado con el COVID-19. Aquel grupo de humanos desesperados tenía todas las teorías de la conspiración a la vez absolutamente interiorizadas. Hablaban con desparpajo y para nada con precaución por mi posible reacción adversa. Bien es cierto que los negacionistas habían encontrado al fin el reconocimiento público que llevaban años esquivando. La aparición pública de este enemigo común que devoraba vampiros y humanos desde hace meses, había sido predicha por ellos después de la pandemia mundial de 2019. Fue como todas las veces anteriores: la prensa los desacreditó, la opinión pública siguió dócilmente las consignas gubernamentales, “et voilá”, la bola ya corría sola aplastando negacionistas. Hasta que murió Bill Gates, ese fue el día que marcó el nuevo rumbo de la humanidad. El bueno de Bill cedió su cuerpo a la ciencia, no podía ser de otra manera, y aunque la versión oficial hizo su trabajo, Julian Assange hizo también el suyo y se filtró todo el tema. Así se podía leer en la autopsia real, la que se hizo llegar a sus otros amiguitos del club:

Sujeto: William Henry Gates III.

Paradigmas observados en las conclusiones de la inspección post mortem por médicos del club:

El sujeto, al no estar vacunado, como todos los miembros del club, no presenta las patologías habituales de los humanos pobres, sin embargo nos llama poderosamente la atención una punción inciso-contusiva en la pared posterior del hígado con la forma de lo que parece ser el número 17. Aparte de esta incisión, tanto el hígado como el páncreas aparecen de un color inusualmente violáceo. No se ha visto esta patología nunca en ser humano ni animal conocido alguno, lo que nos impide emitir diagnóstico firme sobre la causa de la muerte, dado que el resto de órganos vitales no presentan patologías e incluso se encuentran en un estado netamente mejor que el que correspondería a un individuo de 67 años.

Wikiliks filtró este documento y de pronto todo se precipitó. El mundo andaba ya sumido en un caos importante antes de aquello. El IPC estaba por las nubes, la hiperinflación era norma común y el sistema productivo estaba bajo mínimos por la rapiña de los distribuidores.

Los humanos habían convivido hasta entonces bajo unas normas comunes. Eso que ellos llamaban “sistemas políticos” y que no eran más que versiones elaboradas de las primigenias dictaduras. Estos mecanismos regulaban las revueltas, pero aquello fue incontenible. Toda la ira, toda la frustración, toda la alienación acumulada a lo largo de siglos, estalló en una masacre colectiva donde las fronteras y los convenios quedaron reducidos a añicos en cuestión de días. Todos sabíamos que la ira de los pobres de la tierra sería una fuerza irreductible, pero también teníamos asumido que era imposible una respuesta común. No sólo fue posible, fue la ola de violencia y destrucción más aterradora que jamás se conoció. Los poderosos, entre los que había ilustres negacionistas del holocausto, conocieron de primera mano lo que éste debió haber sido para los judíos, pero ahora era de libre acceso y con asiento preferente para los ricos. No tenían sitio donde cobijarse. La violencia alcanzó sus búnkeres y sus islas privadas. La turba era imparable y mientras tanto ese ser extraño que marcaba hígados y páncreas con un 17 seguía devorando pobres, ricos y vampiros y por eso vinieron a mí, como si yo supiera qué hacer con aquello.

Si yo hubiera tenido alguno de esos poderes de las novelas góticas, hace tiempo que lo había olvidado, pues era un vampiro aburguesado que se alimentaba de sangre clonada y que vivía acomodado en un ático de la Gran Vía de Madrid, así que los despaché con un escueto monólogo que quedaría muy bien como colofón a un relato corto de cualquier autorcillo de mierda con ínfulas de escritor:

  • Miradme bien, empezasteis por sacarme sin colmillos en las películas de Netflix, debajo de un cartelón que rezaba: Sexo, violencia, lenguaje malsonante, suicidio, tabaco y drogas. Después cambiasteis los argumentos de pelis antigüas e hicisteis remakes en los que me hacía amigo de los hombres e ingresaba en centros de rehabilitación para dejar de beber sangre. Luego me hicisteis homosexual, negro, mujer, tullido y redactasteis los guiones con lenguaje inclusivo. Matasteis todo lo salvaje y auténtico que había en mi y ahora queréis que os salve del demonio que os aniquila y que me llevará a mi, como extensión de vuestra depravación, con vosotros.

Con los ojos desencajados y una mueca de terror en sus rostros el grupúsculo me miraba sumido en la mayor de las desazones. Me vine arriba y apostillé:

  • Lo siento pero ya es tarde. Lleváis tatuado en vuestro hígado el 17 y ahora viene a por el páncreas.

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