El museo de los horrores

Morfeo a mí ese día no me ofreció dos pastillas de diferente color. Se limitó a subirse las gafas con aire apesadumbrado, frotarse los ojos, levantarse de su butaca y plantar su firme mano en mi hombro. Me dijo que, si quisiera, podía visitar un mundo donde coexistían todos mis fantasmas personificados y hablar con ellos.

Ni me lo pensé. Ni tan siquiera recuerdo existir en el paso de un mundo a otro. Sólo recuerdo a un vendedor de tickets aburrido en una caseta pobremente decorada, que ni me miró cuando pasé. Aún así daba la sensación de ser un hombre inteligente.

Dentro me esperaba un guía que era la antítesis del señor anterior, con un vestido colorido y una sonrisa enorme y tétrica que irradiaba calor y terror a partes iguales.

Me quedé terriblemente petrificado cuando me encontré la primera celda, con un cartel enorme a un lado que rezaba «autoestima». En el interior, un payaso horriblemente maquillado sonreía tristemente mirando al suelo. Cuando me miró, hizo el intento de querer venir a hablar conmigo, pero me alejé a toda prisa y no le di oportunidad.

La siguiente celda no tenía cartel de presentación, solamente un reloj enorme que iba visiblemente atrasado. Dentro de ésta, un hombre muy serio con un ostentoso traje y un maletín miraba muy concentrado su teléfono. Quise poder hablar con él, pero la única respuesta que pude obtener fue un descortés movimiento de mano que parecía decir «lárgate, ahora estoy ocupado». No terminó de caerme bien.

Curiosamente la mayoría de las celdas estaban vacías, según comentaba el estrafalario guía que no callaba ni aunque se lo pidiera. Aunque alguna de las palabras que decía no estaba bien pronunciada, no tuve ningún problema en entenderle.

Por lo visto el museo estuvo poblado hace años de un nutrido número de fantasmas bodybuilders, pero de un tiempo a esta parte solo esos dos residentes, uno antiguo y otro más actual respectivamente, daban problemas y creaban ruido hasta altas horas de la madrugada.

Finalmente llegamos al último tramo del pasillo, y una celda abierta llamó mi atención. Ahí estaba lo que había venido a buscar. No había nadie tras la puerta que daba a una preciosa habitación, recientemente pintada de morado, con posters de todas las personas que había querido en mi vida adornando las paredes. Algunos de ellos estaban rotos y se podían ver pintadas de rabia aleatoriamente repartidas por la habitación.

Me giré para mirar al guía, que ahora tenía una sonrisa mucho más calmada y comprensiva, y me miraba, quizá, con cariño. Con una lágrima en la cara le pregunté:

-¿Se marchó?

-No. Lo reubicamos. Ya no hay necesidad de mantenerlo encerrado.

Después compré palomitas y un boli de recuerdo.

Una respuesta a “El museo de los horrores”

  1. 🙂😘

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