Sístole. Me abraza. El tiempo se detiene. Su figura se pierde tras la puerta de la cocina, al otro lado del pasillo donde yo observo cómo se deforma el espacio-tiempo que separa nuestros cuerpos, y que une nuestra existencia. Mi corazón se detiene, pero sigue vivo. Lo que sucede los días siguientes pasa como pasan los fotogramas de un largometraje en blanco y negro: lunes, martes, jueves, domingo. Dejo el guion de la pequeña Nancy y el detective Hartigan escrito rápido y a medias. Ella lo revisa por su cuenta una decena de veces. Actriz protagonista, musa de un director de otra época que no es su época. Dos eternidades resueltas en dos palabras entonces sin sentido: hola y adiós. La chica vive.
Siguen los días de película, siguen los fotogramas: lunes, martes, jueves, domingo. Silencios, palabras, abrazos, lágrimas. Me siento Leonardo DiCaprio interpretando a Dominick Cobb en Inception. Cada día es una semana; cada semana, un año. Mi tótem es un vaso de cerveza, siempre medio lleno, siempre medio vacío, y ya no sé si estoy despierto, o estoy dormido. Hago buenos los versos de Charly Efe: es una huida hacía mí mismo interminable. Nivel a nivel. Me pierdo en una noche que no acaba. San Patricio no me ampara, pero yo le rezo igual en busca de redención para pecados que no he cometido.
En el último nivel de mis abismos me encuentro cara a cara con Mallorie Cobb en el salón de nuestro castillo. Parece un recuerdo, parece que hubiésemos envejecido juntos en otra realidad. En la ruinas de mi ser, todo se derrumba alrededor. Quiero salvarla. O salvarme. O salvarnos. Puedo huir de la fatalidad, pero no quiero. No sin ella. Alrededor todo es caos, no hay atardecer, el colapso es inminente. Y sucede que un temblor quiebra el suelo y caemos abrazados en la oscuridad.
Silencio. No sé si llevamos en el Limbo un minuto o una vida. Me mira y me pierdo en su mirada. Soy joven y viejo al mismo tiempo. En la quietud que en este momento nos envuelve nada escucho. Está sentada junto a mí sobre unos cojines granates y desgastados, sostiene mis manos entre las suyas. Sus labios se mueven. Ignoro lo que dicen, en mis oídos sólo el ruido de la existencia. Me fijo bien en ellos, intento descifrarlos. Se mueven de forma armónica, como si estuviesen recitando un poema. “Volvamos”, es lo único que alcanzo a leer en ellos. Entonces la quietud se vuelve un túnel de luz, a través del cual una fuerza me empuja hacia atrás, en una regresión a cámara rápida, fotograma a fotograma: domingo, jueves, martes, lunes. Me encuentro frente a ella en el sofá donde todo empieza. Ella sonríe. Todo lo vivido se me antoja ahora un sueño más allá de la frontera de lo irreal. A mi lado un vaso de cerveza cuyo contenido no miro, porque la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Me abraza. El tiempo fluye. Diástole.
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