Querido bisabuelo,
No deja de resultarme extraño pensar que, aunque me empeñe en imaginarte como una persona mayor (debido, quizá, al propio peso de la palabra “bisabuelo”), te mataron con 29 años. Yo tengo 32 ahora, creo que podemos tutearnos.
Solo te escribo para decirte que seguimos esperándote. El suelo continua sembrado de cadáveres desde vuestra generación, al tiempo que los mares que rodean la península ya son otro cementerio improvisado que atrapa a nuestrxs contemporánexs de los sures. Mientras tanto, el ADN de mi abuela, de tu hija, aguarda en el Hospital Vall d’Hebron para coincidir con el de algunos restos óseos que puedan brotar de la arena en cualquier momento. Los tuyos, tus huesos. Sé que aparecerás y podrás volver a los campos extremeños, y ojalá la abuela (tu hija) lo pueda ver. Hace algo más de un año viajamos con ella a las tierras altas del Ebro, fue emocionante, debimos estar muy cerca de ti.
Soy consciente de que no nos conoces y que a tu hija solo pudiste acompañarla durante los primeros meses de vida. Pero seguimos esperándote, como te decía. Releemos tus cartas, miramos las pocas fotos disponibles. Y cada 6 de septiembre, fecha en la que aparentemente falleciste en aquel tremebundo mil novecientos treinta y ocho, combino dos tipos de deseos. Unos relacionados con mi cumpleaños, la edad que empieza, los despropósitos por cumplir, la gente a la que querer más y mejor… Otros, vinculados a ciertos destellos difusos de tus últimos momentos: deseo con fuerza que alguien tuviese el tiempo y la sensibilidad suficientes para sostener tranquilizadoramente una de esas manos tuyas que tuvieron que cambiar la azada por el fusil, mientras el ruido atroz se torna poco a poco en un rumor sosegador que te aleja del Ebro y te lleva de vuelta al río Jerte y a los brincos de las gargantas que lo alimentan, a la intensidad del cielo azul que se alza sobre una sierra de tierra fértil que cierra tus ojos con suavidad para siempre. Y en ese preciso momento, también con los ojos cerrados, te doy las gracias por intentarlo, susurro «No pasarán» y soplo las velas.

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