Cierro los ojos porque no soporto el escozor de mis córneas irritadas y veo la silueta de los dos monitores en el mar rojo que hay detrás de mis párpados sanadores.
Siento el bombeo incesante de mi sangre por las arterias basilares. A cada aluvión impulsado por ellas, siento una aguda punzada en la corteza cerebral.
Me acabo de meter dos rayas de Kanna, una planta que pulverizada y concentrada, tiene efectos parecidos a la cocaína, pero algo menos intensos. Es cocaína para niños, me digo mientras me río de mi propia ocurrencia.

No estoy de marcha ni tengo que trabajar hasta tarde, simplemente la tenía guardada en mi escritorio y me apetecía colocarme con lo que fuese que tuviera a mano.
Mientras saboreo la saliva amarga que me cae por la garganta, pienso por un lado que soy un golfo pero por otro me digo a mí mismo que me caigo bien. Soy intrínsecamente buena persona. No hago daño a nadie. Sí, me gustan demasiado las drogas y no me corto un pelo en colocarme con mis hijos por casa. ¿Haría mi padre lo mismo?
He escuchado la puerta del pasillo abrirse y me he metido todo lo que tenía ya machacado en la mesa y que iban a ser otras dos rayas, pero éstas han entrado ambas por la misma fosa nasal.
Mi hijo entra y me saluda alegre. Me pregunta algo de matemáticas que no entiende y yo se lo explico gustoso, mientras me froto la nariz y aspiro una vela incipiente antes de que caiga por el efecto de la gravedad y el polvo esnifado.
- Estoy resfriado. – Le digo.
- Me lo vas a pegar. – Dice él reticente.
- Bueno, espero que no. – Remato.- Venga, resolución de un sistema de ecuaciones por el método de sustitución.
Cuando mi padre me explicó los sistemas de ecuaciones, yo lloré porque él era muy vehemente y se enfadaba con mi forma de razonar torpe y primeriza. Ahora se lo explico yo a mi hijo mientras estoy drogado y al terminar me da las gracias y sonríe porque lo ha entendido.
Mi hijo sale de la habitación y yo reflexiono sobre la tarea de ser padre. Siempre había esperado este momento desde que comenzaron la escuela. Me preguntaba una y otra vez cómo afrontaría yo ese momento de explicarle los sistemas de ecuaciones. Los antecedentes no eran buenos: No se me da bien explicar y pierdo la paciencia fácilmente. Ya me había ocurrido alguna vez que al explicar y ponerme demasiado exigente, veía el terror en la cara de mi hijo y no quería que volviera a ocurrir.
Pero no. No ha sucedido. Lo he hecho bien. Él está contento y yo rebosante de felicidad.
Me siento bien conmigo mismo porque he dominado mis actos reflejos aprendidos y he puesto coto a ese ceremonial absurdo de perpetuar el error y convertirnos en nuestro padre a la primera oportunidad.
Joder, me voy a meter otra raya.
Gracias, papá.
Deja una respuesta