Ojos brujos

No sé cómo empezar. Quizá mostrando mi asombro, lo que aún escapa a mi comprensión; el hecho de que, desde no sé cuándo, mi forma de conectar con el mundo me es extraña, desconocida e inaprensible. Puede que sea por ello por lo que a menudo no encuentro la manera de expresarme, no alcanzo esa prosa limpia, sencilla, que le dé cuerpo a lo que siento y lo haga sin retoques vacuos e innecesarios.

Aquellos que me conocen bien, saben de mi odio a las gafas de sol. Solo las usé, por poco tiempo, cuando era muy joven y pretendía mostrar un estatus que, posiblemente, no tenía. Al final, puede que como si se tratara de un símbolo de ruptura, ganó el rechazo. Han pasado más de treinta años desde entonces y no ha habido situación alguna que me obligue a ocultar mis ojos tras una lente oscura. Como consecuencia de mi terquedad, con frecuencia se me ve adornado con un sombrero o una boina, aunque tampoco nunca con una de esas gorras de beisbolista que, si cabe, odio más que la gafas, y también supongo que el subconsciente no es ajeno a esto, pero no estoy escribiendo para criticar a quienes les parezcan una pieza imprescindible en su ropero; que cada quien haga con su cabeza lo que desee.

En mi reciente viaje a Jordania (aún escribo desde allí) olvidé mi amado sombrero, un despiste nada infrecuente que solo hace alimenta mi ya ganada fama de atolondrado. Los primeros días no le puse mucha atención al asunto, pero hace poco menos de una semana visité Petra y allí tenía que cubrirme la cabeza, como fuese y no por estar en un país islámico y ser mujer, porque cierto lo primero nada más incierto que lo segundo; aunque tenga las hormonas en otro departamento, no tengo ningún problema de identidad de género. El hecho es que tenía que proteger mi amada calva, de un sol despiadado. Así que me vi obligado a comprar un sombrero para que mi despiste no me impidiera disfrutar de la aventura.

Viajo mucho, algo por lo que me considero afortunado, pero también puedo atribuirme el talento, ajeno a la suerte, de ser un maestro en estirar el dinero. En donde veo una oportunidad, regateo, y lo hago sin vergüenza y hasta, si se quiere, sin decoro; de forma especial cuando sé que el precio lo ha marcado la intuición desafinada del vendedor.

A modo de ejemplo, os dejo una perla. En Antigua, en Guatemala, una mujer me ofreció una manija por diez dólares y, unos minutos después, a mi compañero, rubio y grandote, se la quería «obsequiar» por cincuenta de esos mismos billetes estampados con un presidente de los Estados Unidos.

De todas formas, lo reconozco, recatear me gusta tanto como el sexo… bueno, tanto no, que no me lo van a creer, pero sí que lo llevo en la sangre. Lo practico con una técnica verificada a lo largo de los años. Me refiero al regateo, aunque lo mismo me gustaría poder afirmar respecto al sexo, pero lo cierto es que confundir el amor con las ganas de orinar me ha llevado a tropezar no pocas veces.

Bueno, volvamos a Petra y a los sombreros. Allí, estos, como casi todo, tenían un precio ridículo, al punto de que, en contra de mis convicciones, no quise empezar con la danza del centavo. Para darles una idea, allá, en Petra, una cerveza pequeña se acerca a los diez euros, mientras que aquí, en Aqaba, una grande servida con la liturgia exigida a un hotel de cinco estrellas, en el que aclaro que no estoy durmiendo porque, ya saben, hay que estirar el dinero, vale poco menos de cinco.

Pues bien, me despedí de los sombreros por el precio; así que solo me quedaba la opción de comprar un turbante. Dispuesto a ello, calculé que lo conseguiría por seis DJ (dinar jordano, la moneda del país). Decidido a mostrar mi talento mercantil, me acerqué a una tienda. El primer paso de la técnica es mirar con indiferencia, como quien solo está matando el tiempo y carece de intención alguna de comprar. El segundo, es esperar a que el vendedor te aborde, algo que no tarda en ocurrir y casi siempre con: «come, my friend, special price for you». Que ya, a todas luces, indica que el precio será más del doble que el exigido a cualquier nativo de la región. Ese es el momento en el que mando el primer garrotazo y exijo me indique cuál es ese precio «tan especial» y empiezo el ritual del regateo que, en general, concluye cuando consigo el precio deseado. Bueno, ese es el procedimiento estándar, ese en el que me muevo con comodidad y que conozco en todos sus detalles; pero, claro, no implica que no se produzcan excepciones.

Y ahora viene al caso otro recuerdo, una tienda en Cuzco, la vendedora me salió, como decimos por mi tierra, general. Vamos, que era una guerrera de armas tomar. Yo, aburrido de tanta lucha y con la sana intención de quitármela de encima de una vez por todas, le dije:

—Vale, te compro el suéter, pero solo si te casas conmigo —exclamé muy ufano.

— Y yo me caso con usted solo si me mantiene contenta y me promete que me dará de comer todos los días —soltó sin pestañear al tiempo que apuntaba a su panocha.

Lo cierto es yo hubiera esperado todo menos aquella respuesta, a la que no me quedó otra que soltar un carcajada y huir despavorido del almacén.

Pues bien, de regreso a Petra y a mi tienda de turbantes, me acerqué dispuesto a empezar el regateo. Al acometer el primer paso de mi táctica, mirar el producto, encontré que había turbantes en una gama notoria de colores. Mi intención era escoger bien para evitar problemas; los colores no son algo inocente, al parecer, ya he sufrido las consecuencias. Hace ya muchos años, en Capadocia, en Turquía, me puse uno de un color del que yo desconocía lo  inadecuado y un grupo de adolescentes me organizó una buena encerrona. En aquella ocasión, diría que se trató de una venganza, la que se tomó el guía al que yo, imagino que de forma tan ingenua como arrogante, había intentado corregir su manera de trabajar.

En eso de los colores estaba, cuando sentí una mano que me asió por el hombro izquierdo con mucha naturalidad. Luego, lo de siempre: «come my friend, for you good prices». Quien me hablaba era un joven árabe, como tantos otros, más bien bajito y sobradito de carnes. Me giré para responderle también lo de siempre, pero no alcancé a decir ni la primera palabra; no estaba preparado para encontrarme con sus ojos. Su mirada me taladró, me perforó hasta la médula. La impresión no era porque no se correspondieran con la tópica descripción de unos ojos árabes: grandes, muy oscuros, de pestañas largas y cejas tupidas; no, era algo distinto, un más allá, un no sé. Algo desconocido que tuvo el efecto de convertirme en un idiota. Uno necio que no estaba enamorado ni había sufrido un repentino calentón. Si tengo que poner una palabra a aquello, no me sale otra que hechizo, aunque ni siquiera de eso estoy seguro. Y lo repito, no era la locura del amor repentino, nada de mariposas en el ombligo, nada de temblor en las piernas, nada de corazón desbocado. E insisto, nada de furor sexual porque, aunque nunca fui un santurrón al respecto, tampoco andaba con una estera bajo del brazo para revolcarme con el primero que se me atravesara, y tengo años y experiencia, puede que más que lo que quisiera de las dos cosas, como para reconocer cuándo es mi bragueta quien ordena.

En la vida todo es movimiento, cambio; todo lo que sube, baja, y la gravedad siempre hace de las suyas. Ya hace un tiempito que veo, tal vez con algo de nostalgia, que mi principal órgano sexual son los ojos. Por fortuna no me abandona la fantasía, que ella si mantiene el ímpetu de la adolescencia y, algunas veces, toma el control de mi esa parte de mi cuerpo que está unas cuantas palmas más abajo. Sea como sea, sin importar quién manda a quién, para mí, si vamos a lo meramente físico, un buen polvo es tan improbable como ganarme la lotería; y una paja, como «Dios manda», se acerca a la utopía. Tan es verdad lo que digo, que ese cosquilleo tan agradable y agobiante en la entrepierna es lamentablemente esporádico, pero a la vez, liberador. Ya no confundo el amor con las ganas de orinar y ahora tengo una vida más reposada. Podría decir, como hacen muchos, que con los años me he hecho más selectivo, pero al menos yo mentiría como un canalla. Además, para seleccionar tienes que ser quien escoge y, en este mundo que emite sin rubor su ensordecedora oda a la juventud, la musculatura, el vientre plano y las escasas neuronas, mi gimnasia es la del continuo entrenamiento de la resignación y la paciencia; espero y agradezco cuando compruebo que todavía hay quien me mira, aunque solo sea para plantearme alguna cochinada o recordarme que mejor estaría en el geriátrico.  Y sí por alguna extraña gracia de la fortuna se presenta el momento, tras encomendarme a Dios o al carajo o a lo que sea, debo acelerar porque, por más ganas que haya, el vigor siempre lleva prisa.

En fin, dejemos el sexo y los lamentos y regresemos a Petra, a la tienda de turbantes y a la mirada hipnótica de aquel joven que me tomó por el codo y me condujo al interior de su local. Una vez dentro, sin molestarse en consultarme, y ante mi pasividad más absoluta, desempacó un Shamegh y empezó a cubrirme la cabeza. Fui incapaz de negarme, de refutar.

—I actually don’t like red —fue todo lo que atiné a decir.

Red colour Jordan, you beautiful red —respondió él, en un tono neutro y sin siquiera mirarme y yo seguí callado, sintiéndome como el muñeco de un ventrílocuo carente de voluntad propia.

For you tien DJ —añadió tras concluir su trabajo y mientras me miraba complacido.

Ni siquiera en ese momento volví a decir nada, ni un mísero intento de regateo a pesar de tener el pleno convencimiento de que estaba duplicando el precio. Al parecer, esta vez su intuición había acertado, así que, como un robot, saqué el dinero de mi bolsillo y se lo entregué. Él, con absoluta normalidad, tomó el billete que deseaba, y me devolvió el resto del dinero.

—Tomorrow come, good prices for you —dijo.

Cuando salí de la tienda, mi compañero de viaje me miró sorprendido

—Eso fue muy rápido, ¿no hubo recateo? —preguntó.

—No —respondí y para ocultar mi propia sorpresa, añadí—: Vamos, Petra nos espera.

5 respuestas a “Ojos brujos”

  1. Ay los ojos 👀 🙄🙄🙄🙄 me gusto mucho.

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    1. gracias!!! Te aclaro, no son los ojos del chico árabe… el de la foto soy yo.

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      1. 🙂

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  2. Será también por los ojos de la foto 😊

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  3. jeje…blushing… No entiendo, pero me gusta. Abrazo

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