Fue en Amsterdam, en un acto mitad turístico, mitad romántico. Doloroso, con sangre.
Siempre me he portado bien, no suelo quejarme. Estoy bien alineada. Poseo una musculatura desarrollada en tamaño suficiente para poder soportar con alegría las cargas de la vida. Ya sea la compra del Carrefour o un chaval de 4,5 kg. Dejo que me sitúen sobre cualquier superficie a la hora de dormir sin protestar, no pertenezco a una princesa alérgica a los guisantes.
Los lunares me dan la asimetría suficiente para que tanto equilibrio no sea insultante. Me miman con cierto rigor, ejercicios de fuerza con pesas que últimamente han cambiado, gracias a Dios y al cerebro de ahí arriba, por estiramientos al ritmo de respiraciones oceánicas en yoga.
El caso es que estábamos a primeros de julio, allá por 2011. Adoro Amsterdam, sea la estación que sea, aunque en verano me visten con las camisetas fantásticas que en España no me pondrían por el qué dirán.
Creo que a la cabeza pensante del yoga se le fue la pinza del pelo porque a santo de qué decidió entrar en aquella tienda cochambrosa, con aquel tipo de cuidada siniestralidad, a hacerse un tatuaje. O fue la marihuana. Empezar a cierta edad a hacer las dos cosas no es muy sensato.
Menos mal que eligió un dibujo pequeño, una margarita. Y claro, al lado de mi hombro iba a quedar discreto e interesante.
Sonó el torno, digo el motor de la plumilla. De repente me vi apoyada en el sillón del dentista cuando los empastes se hacían sin anestesia. !Iiiiiihhhhhhhhhhhhhhh!
Me contraje por entera. Uní a los omoplatos y entendí la palabra opistótonos. Mis espacios intervertebrales desparecieron y los discos casi salen a presión de sus huecos. La médula espinal que corre por el centro de mi alma lanzó tal grito al cerebro que lo colapsó. Sentí una relajación súbita y el cansancio infinito que sobrevine después una la tortura.
Al parecer el tatuador dejó a medias el trabajo. ¿Un síncope por dolor?, no se lo creyó en ningún momento. No quería problemas con gente extranjera. Era un sitio tétrico con una reputación que mantener. Así que me limpió la sangre y me echó a la calle. El dinero dado por adelantado incluía este tipo de accidentes. No hubo devolución.
Algunos días después, ya en casa, me untaron con una crema conseguida de estraperlo, blanca y sin olor. Me llevaron a un tatuador pin up y todo fue sobre ruedas.
Esa vez y las siguientes veinte.
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