No recordaba nada antes del Flash.
Creedme si os digo que la sensaciones que tuve ese 12 de Febrero del año pasado fue lo más cerca que he estado en mi vida de morir de agonía. Y eso es mucho decir porque consumo absolutamente todo tipo de estupefacientes.
Los focos alumbrándome directamente a los ojos me dificultaron ver alrededor de cien mil personas en una pista gritando y sonriendo de placer, coreando al unísono el nombre de “Chelsey Okinawa”.
¿Pero quién coño es Chelsey?
Miré a mi alrededor y la visión no era mucho más tranquilizadora: un puñado de músicos, a cada cual más perturbado y bizarro, pidiéndome con la mirada algún tipo de respuesta. Pude notar los nervios del batería en cómo movía las baquetas de un brazo a otro. Es curioso pero, en aquel momento, la cicatriz de su ojo derecho fue lo único que me trajo algún tipo de memento, aunque no sabía qué exactamente, y estaba seguro de que bueno no era.
Poco a poco el público que había venido a ver al tal Chelsey se fue apagando, cambiando sus caras de satisfacción por las de confusión y desconcierto (nunca mejor dicho).
El guitarrista de mi derecha se acercó y me susurró al oído “Chelsey, ¿Estás bien? Deberíamos empezar “Error Nocturno”, la gente se está impacientando”.
Ah, osea que yo soy Chelsey Okinawa. Debo ser la del cartel del fondo con la camiseta de pinchos sosteniendo una calavera con los dientes…
No me quedó otra. Me acerqué al micrófono, miré a mis expectantes espectadores, después a mi banda, después a la guitarra que llevaba colgada del cuello. En el backstage podía ver a alguien, que supongo me quería mucho, sufrir de manera angustiosa, al lado de quien asumí que era mi manager con la cara desencajada de furia.
Solo pude pronunciar un tímido y desgarrador “no sé quién soy”, en un último intento de pedir ayuda para salir de esa situación de mierda. Por desgracia, debía ser la letra de alguna de mis canciones más famosas, porque la gente entró en euforia desbocada al oírlo. Mis músicos se miraron entre ellos con sorpresa, pero tras encogerse de hombros empezaron a tocar una instrumental dura y tediosa que no me ayudó en absoluto a controlar los nervios.
Después de varios intentos de canción, y viendo que no empezaba a cantar, pidieron cinco minutos de descanso y pusieron a una banda indie a entretener a la gente mientras a mi me caían gritos, insultos y caras de desprecio en el camerino.
Yo seguía sin saber quién coño era.
Obviamente, el concierto se canceló y empecé a verme con un neurólogo y con una psicóloga. Ambos coincidieron en que era el primer caso “Reset” con tantísima repercusión mediática.
Yo seguía sin dar crédito a todas las cosas que me decían. Así que dejé de tratarme y ni siquiera investigué a qué se referían con todo ese rollo del “Reset”.
A los dos días de prescindir de la atención médica, me llegó un mensaje del chico batera con la cicatriz tan mona en el ojo. Quería que fuera a su casa.
Como tampoco sabía qué hacer con mi vida, y estaba hasta las narices de estar sola mientras fans y fotógrafos se pegaban con Billy, Jamie y Rosseau en la puerta de mi casa, cogí mi chaqueta fucsia de cuero y me largué para allá.
Y como aún me quedaba algo de droga en la despensa me la llevé también: un maravilloso pack con una nutrida selección de psicotrópicos de los mejores fabricantes de mi barrio (nunca me fío de nadie que no haya podido ver cocinando alguna vez).
Según llegué a casa del tío este, que por lo visto se llamaba Ron, me asaltaron fantasmas muy feos nada más tocar el timbre de su puerta.
Me abrió con una camiseta blanca hecha jirones, unos vaqueros manchados de puré de patatas y los brazos llenos de picotazos. Una sonrisa impaciente dibujó una mueca escalofriante en su cara cuando vio mi “kit del pequeño drogadicto”.
Las siguientes horas fueron cruciales, y quizá las mejores y peores de mi vida por ser tan elocuentes, clarificadoras y dolorosas.
Su comportamiento hostil hacia mí, su manera de tratarme como si fuera una niña a la que hay que cuidar, y su abanico impresionante de insultos pasivoagresivos me golpearon como un globo de agua en una fiesta de cumpleaños.
No era feliz.
Mis canciones no me representaban.
Y me dejaba mangonear de la peor manera posible por la peor calaña con el cerebro en mínimas funciones cognitivas.
Así que ese día fatídico, encima del enorme escenario de “Vivalascañas”, cuando se me olvidó por completo quién era, acababa de cantar la única canción con la que me sentía cómoda y comprendida, una en la que hablaba de lo malo que es sentirse marginada en un mundo de gente cuadrada y malvada, y de que tenía la horrible sensación de estar sola en él.
«Pirómana»
La puta canción que menos pegaba en directo.
El tracklist seguía con temas tan profundos como “Esnífame”, “Golpes duros” y “Derecho a roce”, que evidentemente no había escrito yo.
¿Lo peor de todo? Me quedé a dormir con Ron. Total, tampoco tenía nada mejor que hacer… Ni nadie mejor con quien ir.
¿Que porqué te cuento esto? Porque me has parado por la calle para pedirme un autógrafo, y no te conozco de absolutamente nada. Necesitaba contarlo en voz alta a alguien a quien pudiese decir “piérdete” sin sentirme mal después.
Así que… Eso.
Piérdete.
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