El niño mira el reloj y el reloj se recrea, lanzando socarrón su manecilla en un tic-tac inabarcable. La cara del niño es un poema de verso libre que intenta encontrar lo alejandrino, la medida, en ese supuesto pasar del tiempo que se arrastra de una rayita a otra y que, periódicamente, señala un número romano con su huesudo índice metálico. “Nunca sabré leer la hora”, se dice, mientras imagina con agobio que ya es mayor y a cada rato necesita interceptar amables viandantes que le digan cuántos minutos se retrasa. Porque siempre llegará tarde, no conocerá el “en punto” ni el “y media”. Solamente el “y pico”, pues no sabrá decir algo más preciso ante el jeroglífico inaccesible que son los relojes. Dichosos monstruos que te estrujan la muñeca, acechan sobre las paredes y acampan en lo alto de las iglesias como francotiradores pedantes y despiadados. Eso piensa el niño mediante escenas borrosas que yo convierto ahora en palabras con algo de esfuerzo y torpeza. Por su parte, desde la pared, se deja mirar el reloj -como decíamos-, abraza la incomprensión de su observante y piensa: “Aun no sabes descifrar la hora, niño, pero mañana no sabrás encontrar el tiempo”.
Escritura Testaruda
52 semanas, 52 textos
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