Sólo los que llevan algún uniforme están exentos del escrutinio general. Los uniformados son portadores de una bula papal en forma de distintivo textil, que les protege contra el análisis concienzudo de los testigos, acusados y peritos que impacientes esperan pase cuanto antes el trámite obligado y están contando los minutos en la sala de espera del juzgado de instrucción número 2 de una ciudad sucia y con las calles atestadas de coches.

Ana María es una menuda y bajita mujer, natural de Ecuador, que lleva ya treinta y dos años regentando un bufete de abogados y esa mañana se levantó con algo de dolor de cabeza, por lo que esperaba paciente y en silencio escuchando las retahílas sin sentido de Johnny, al que representaba ese día.
A los ojos de Andrés es una emigrante de mierda, que seguro que está ahí porque se ha metido en un lío y que seguro que va a declarar para salvarle el culo a Johnny. Porque este tío trajeado es el culpable según Andrés. Lo tiene clarísimo. Ese tío perpetró el atraco.
Andrés es lo más parecido que hay en la sala a un hipopótamo. Ocupa dos sillas y le cuelga la barriga como si fuera la mochila destartalada de un escolar, cargada hasta los topes de libros. Aparenta estar incómodo, lo que resulta lógico si pensamos que se estar introduciendo la junta de los dos asientos por el esfínter anal, pero no era esa la causa de su incomodidad Andrés estaba acostumbrado a aquel tipo de asiento. Estaba acostumbrado, porque lo probó una vez en otra sala de espera y se hizo fabricar una adaptación del asiento del conductor de su Porche Cayanne, que era una fiel réplica del que ocupa en este mismo momento. Cada glúteo de Andrés era un culo de persona normal. Esa mañana aparcó a escasos metros de la entrada a los juzgados y antes de atravesar el arco era un acaudalado hombre de negocios, con vestimenta informal en un día de asueto y después de hacerlo, a ojos de Alberto, parece el mismo demonio. Andrés se había levantado con poco tiempo y se había puesto un chándal demasiado viejo (ahora se daba cuenta) para asistir al juicio al que iba como testigo. Él lo vio todo el día de autos y por supuesto, como ciudadano de bien que se consideraba, lo contaría con pelos y señales por mucho que la inmigrante a la que seguro había pagado, dijera lo contrario. Andrés vio a Johnny empuñando el arma. Lo vio claramente.
Alberto mira a Andrés y tiene claro que no es más que un golfo de esos que se atiborra de cerveza y grasa y cuando ya no pueden soportar su peso, acuden a la seguridad social a que le implanten un balón gástrico. Él conocía a un familiar que lo hizo y perdió sesenta y cuatro kilos. Luego lo vio a los tres años y había digerido el balón gástrico, y por su aspecto, a varios bisontes adicionales. Decía con pesadumbre que había repuesto los sesenta y cuatro kilos y doce más.
– Valiente hijo de puta – piensa Alberto.
Alberto, está esperando porque declara como perito judicial y al ver sentarse a
Andrés y ocupar con su abultado trasero por completo los dos sillones, sentencia que seguro que es un hijo de puta de esos que se autocompadecen todo el rato y viven de ayudas sociales. Ayuda que malgastan en el bar de al lado de su casa. Además, responde exactamente al perfil que ha supuesto como causante del incidente. Se reafirma en su profesionalidad. Lo tiene claro, mientras ve a Ana escuchar ausente a un tío alto y bien vestido, que seguro que es su abogado. Concluye que le está dando las últimas instrucciones a ella, que seguro que es testigo o algo así. Se ve claramente en su mirada que no lo está entendiendo bien y que reza mentalmente a Dios para no decir nada inapropiado.
- Pobrecillos estos inmigrantes que se ven arrastrados por nuestro sistema. La mayoría son muy creyentes y tiene buena voluntad. –
Se dice Alberto para sus adentros.
Alberto no entiende que individuos como el gordo que tiene enfrente y ocupa dos sillones, siempre estén hablando mal de de los inmigrantes. Siempre son la causa de todo mal según ellos.
– Ellos sí merecen las ayudas y no los estafadores como tú, gordo cabrón. –
Sentencia Alberto.
– Seguro que también piensa eso de ella el guardia civil con el que se ha encarado en la puerta.-
Se vuelve a decir confiado.
Alberto siempre se muestra confiado en todo lo que hace o dice.
Al entrar, el guardia civil no estaba en su puesto de trabajo porque estaba fumando en la puerta y Alberto ha pasado sin atravesar el arco detector de metales, aunque los pocos segundos escuchó un potente: ¡Eh, caballero! Que dirigía hacia él el susodicho guardia. Le preguntó que porque no había pasado por el arco y él respondió seguro que no había ningún cartel indicando que tuviera que hacer tal cosa y qué él tampoco estaba en su puesto de trabajo para decírselo.
Confiado por su respuesta ante el abuso de autoridad, se sintió poderoso y se reafirmó en su opinión de que los funcionarios son todos unos frustrados. Pasó por el arco siendo condescendiente y compresivo con aquel pringadillo y se fue a la sala de espera.
Alberto tiene muy poco tiempo y mira su reloj impaciente, al mismo tiempo que recibe llamadas y toma anotaciones de nuevos encargos, mientras Andrés lo mira con desprecio pensando que los abogados son todos iguales. Está hasta los cojones, paga tres derramas mensuales a tres bufetes distintos para que le lleven sus asuntos y no hacen más que ponerle pegas. Lo mismo le pregunta a éste que parece muy resuelto atendiendo al teléfono.
Ana, está escuchando por enésima vez una versión diferente de Johnny y quiere matarlo allí mismo, si no fuese porque pasado el juicio oral, seguramente cobre su minuta íntegra, que falta le hace, se repite una y otra vez, mientras el dolor de cabeza crece. Ana se reconforta con este pensamiento mientras se compadece del hombre con sobrepeso que está sentado a su derecha. Su padre tenía sobrepeso y sabe lo que se sufre.
Johnny lo tiene claro. No importa que el día de autos condujese un patinete robado en dirección contraria y se estampase de frente contra la luna trasera de un Porsche Cayanne, justo en el lugar donde minutos antes se había cometido un robo a mano armada en una sucursal de Caixabank.
- ¿Es que no ves que sería absurdo huir en un patinete? –
Le insiste a Ana que no le mira ya a los ojos.
Johnny no conoce al tipo gordo que lo ha saludado con una expresión socarrona al entrar. Ha sido muy amable cediéndole el paso en el arco detector de metales y sonreía todo el rato al hablar. Da gusto ver personas así. Los gordos suelen ser siempre simpáticos. – Piensa.
Poco importa ya que el informe pericial concluyera que el impacto no pudo ser de un patinete por la profundidad de la abolladura en la chapa y que Andrés hubiera iniciado una maniobra de marcha atrás al ver un tipo con pistola saliendo de una sucursal bancaria.
Menos importa aún que Ana fuera una brillante abogada de la que decían que tenía tratos ocultos con la mafia local.
Y muchísimo menos, esto sucede cuando hay pasta por medio, importa que Ana, al cederle el paso al hombre con sobrepeso, iniciase una conversación con él, le ofreciese sus servicios profesionales y resultase que era un millonario que necesitaba un abogado para llevarle unos asuntos “algo peliagudos”.
Y tampoco importa que el hombre con sobrepeso hubiera olvidado las «gafas de lejos» ese día, porque era evidente que vio a Johnny saliendo de aquella sucursal.
Nada de eso importa ahora al guardia civil de la entrada, que ha terminado su turno y se ha quitado el uniforme.
Pasa por la sala de espera y ve a Alberto que se afana en contestar llamadas como un loco. Ese capuyo le ha vacilado antes en la entrada y ahora le dirige una mirada despectiva mientras coge el casco con el que conduce su Harley-Davidson Low Rider S.
Es justo el modelo que le encanta a Alberto, pero que no puede comprarse.
– De todos modos no la puedo usar con los horarios que tengo. –
Se decía internamente Alberto a sí mismo para consolarse cada vez que concluía que estaba fuera de su alcance.
- Ahí te quedas, pringadillo. –
Piensa José, que al quitarse el uniforme de guardia civil, ha recuperado su nombre.
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