»Había crecido oyendo que el trabajo, cualquiera que sea, dignifica; que lo importante es ganar el dinero honradamente. Pues muy pronto descubrí que eso, al menos para mí, no era verdad. A las dos semanas de mi primer trabajo, haciendo la limpieza en un hotel de lujo, ya sentía mi dignidad pisoteada cada que me arrodillaba a limpiar un inodoro. Logré seguir por fortaleza. Crecí haciendo muchas, muchísimas cosas que pisoteaban mi autoestima.
A pesar de lo horripilante que me parecía ese trabajo, lo hice por un par de meses. De un lugar a otro, completando la plantilla de personal donde fuese necesario. Ese ciclo terminó con un altercado muy fuerte que tuve con un compañero que pretendió burlarse de mi transexualidad. Con la misma fiereza de cuando era una puta asustada en Cali, lo arrinconé, le retorcí las bolas y, con un inglés, tan fluido que a mí misma me asombró, lo amenacé con clavarle un cuchillo si volvía a intentarlo. Para dejarlo muy claro le rasgué ligeramente un trozo del cuello con mis uñas. El chisme le llegó al supervisor del grupo. Ese mismo día nos citó a los dos en su oficina, le contamos cada uno la versión de los hechos y él, de forma salomónica, nos puso de patitas en la calle a los dos. Ese fue el fin de mi carrera como aseadora.
Resolví volver a inscribirme en todas las agencias de empleos y enviar solicitudes de trabajo a cuánta empresa se me ocurrió. Recuerdo que fueron más de setenta. Recibí algunas respuestas, pero ninguna positiva; en su mayoría me descartaban por vieja. En una agencia llamada Tempo Team, la joven que me entrevistó fue muy honesta, se lo agradeceré toda la vida. Me explicó su visión del problema de forma muy transparente. Me dijo algo así como: «Nomi, los trabajos que tengo para ofrecerte están muy por debajo de tu nivel; estoy segura de que en un par de meses estarás desesperada por el hastío y renunciarás. Eso me implicaría doble trabajo. No es práctico ni rentable para nosotros. Le hablé en tono implorante:
—Sandra, puede ser verdad, pero necesito trabajar; por favor, dame una oportunidad. Sé que están buscando una persona hispanoparlante para un proyecto en el aeropuerto.
Suspiró, se lo pensó un momento y me dijo:
—Nomi, eres encantadora y creo que una trabajadora excelente e incansable, pero si te doy ese trabajo, estarías al frente de un grupo de personas que pueden no aceptar tu transexualidad y reaccionar de forma tal que afectaría la producción. Además de que podrían atacarte, y yo, verme en una situación inmanejable.
Acerqué mi cabeza y le respondí:
—Estamos en el país más solidario del mundo con la diversidad sexual. Negarme un trabajo por ello es ilegal y ante todo injusto.
—Cálmate, ya veo tu temperamento apasionado.
—Discúlpame
—¿Qué pasó en tu último empleo?
Agaché la cabeza y guardé silencio.
—Dime la verdad. No quiero tener que llamarles a preguntar lo sucedido.
Con voz entrecortada y sintiéndome vencida, le dije:
—Tuve una pelea con un compañero.
- ¿Por qué?
—Intentó manosearme y yo me defendí.
—Ves. A ese tipo de situaciones me refiero. Es algo vergonzoso, es más que justo que te hayas defendido; pero es la cruda realidad. ¿Puedes entender mi situación?
—Sí, entiendo la situación, pero son ellos los que generan el problema, no yo.
—Lo lamento, mi trabajo es mantener un ambiente laboral productivo. Te tendré en cuenta para cuando haya alguna vacante en un entorno más progresista.
—O sea que me descartas por ser transexual.
—No, para nada, al contrario; te protejo e intento hacer mi trabajo.
—Entiendo. Gracias.
Regresé a casa y, aunque apenas empezaba la tarde, me metí en la cama. Un dolor amorfo, inidentificable, me invadía el cuerpo y, sobre todo, el alma. Abracé una almohada, le dije: «La misma mierda en todo lugar; esto no terminará sino el día de mi muerte». Me quedé dormida.
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