“La esperanza es lo último que se pierde”.
Fue lo primero que pensé cuando, andando por la avenida principal de mi amada Vivalascañas, me encontré una caja de juguetes abierta con unos pocos cubos de letras formando la frase “FUN LIFE” perfectamente ordenados.
Miré alrededor esperanzado, pero no hallé ni rastro del Artivista. Solo una calle vacía con algún que otro gato callejero olisqueando la basura.
Es una historia graciosa, pero también melancólica.
Vivalascañas siempre fue una ciudad muy tranquila. Tanto, que se veía apagada y gris, un poco triste a los ojos de los turistas que pasaban momentáneamente de camino a alguna otra ciudad más grande.
A principios del año pasado comenzó de golpe un cambio radical.
El 5 de Enero de 2022 apareció en el árbol milenario de la plaza del pueblo un cohete de cartón mal pintado, con el peluche de un mono astronauta atrapado dentro. Como no podía ser de otra manera, los vecinos del pueblo comenzamos a hacernos preguntas y a elucubrar cómo narices había llegado eso ahí. Cada idea era más loca que la anterior, y lo cierto es que durante el resto de la semana nos dio muchísimo entretenimiento.
Podría jurar que vi el pueblo colorearse un poquito.
Cuando aún no nos habíamos recuperado del mono de la NASA, a la semana siguiente unos niños se toparon con un tiburón de cartón del tamaño de un autobús en el descampado del polígono. Por supuesto, nos faltó tiempo para correr a investigarlo.
Las historias de la gente, mezcladas con diversos chascarrillos de la multitud aglomerada, posiblemente hicieron de ese día uno de los mejores de mi vida. Los niños aún siguen jugando con el enorme tiburón a día de hoy.
Lo único que pudimos relacionar entre los dos hechos fue una pequeña letra “R” tanto en la cabeza del mono viajero como en uno de los dientes del tiburón.
Como no podía ser de otra manera, a la semana siguiente encontramos un sedán 5 puertas dado la vuelta con el mordisco de lo que parecía un T-Rex en el maletero. Por supuesto el vehículo no era de verdad, sino otro trabajo de manualidades de nuestro señor “R” para ayudarnos a estimular nuestra creatividad y curiosidad.
No se hablaba de otra cosa en la ciudad, e incluso comenzó a llegar gente de otros pueblos y ciudades expectantes por ver cuál sería la siguiente locura que iluminaría nuestras vidas. El pueblo pasó de 200.000 habitantes a 350.000 en tan solo 10 meses, durante los cuales fuimos bendecidos por: una familia de renos de papel de aluminio alrededor de un río, un monstruo de 3 metros de madera con un solo ojo saltón a la entrada del pueblo (con una pose no amenazante, sino más bien afable dando la bienvenida al pueblo a los recién llegados), un pueblo en miniatura adornando el parque principal (con sus debidos grafitis y contenedores oxidados en cada una de sus minicalles), una invasión de armas de confeti bien cargadas repartidas por la ciudad (y que trajo un dolor de cabeza interesante al servicio de limpieza comunitario), y muchas más irracionalidades que provocaron una epidemia de creatividad en todos y cada uno de los vivacañistas y turistas del vecindario.
Más allá de los actos artísticos en sí, lo mejor eran las historias creadas por la gente que disfrutaba con cada espectáculo, y que no perdía oportunidad en inventar narraciones a cada cual más aberrante para darle alguna lógica a las obras. Una oleada de escritores, pintores y demás artistas encontraron inspiración repentina.
En general, recuperamos, o más bien adquirimos prácticamente desde cero, una esperanza y alegría que llegaba a rozar la locura.
El cataclismo nos sobrevino en Noviembre.
La última gran obra de nuestro amado Artivista no fue nada especialmente positivo, jocoso o rebelde. Más bien pretendía ser un mensaje de adiós tétrico, cansado y derrotista, como si una mentalidad contraria a lo que nuestro héroe nos tenía acostumbrados hubiera invadido su ánimo.
El 2 de Noviembre, en el “Árbol del Asmonauta” donde todo empezó (y que había adquirido formalmente ese nombre en honor al mono de cartón), encontramos de buena madrugada una gruesa cuerda colgando de una de las ramas, una silla debajo de ésta, y una enorme “R” de color rojo vivo en el suelo.
No volvimos a tener más sorpresas.
Este último evento nos dejó un sabor amargo que no supimos manejar, y entendimos que, si bien no pensábamos que nuestro salvador había fallecido, sí lo había hecho su idea.
O, al menos, eso pensaba yo hasta hoy, tres meses después.
Y, aunque no veo ninguna “R” socarrona en esta maravillosa caja de juguetes, siento que no hemos sido abandonados del todo.
Es bastante posible que el Artivista ya ande muy lejos de aquí, pero los colores con los que pintó el pueblo volverán a cobrar vida.
Yo, por lo pronto, voy a poner esta caja tal cual me la he encontrado en algún sitio provocativo donde se vea bien.
Quizá la deje al lado del hospital abandonado.
A la gente le va a encantar…
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