El refugio en las alturas resultó
prisión a ambos lados de la cortina,
rasgadas vestiduras ante mis ojos,
preludio del destino fatal del rostro.
Carceleros fueron sin quererlo
los cofrades patrios de otra tierra
con quienes recé a la Virgen del Fracaso.
Carceleros fueron, queriendo,
los tercios mercenarios de trinchera
de corazón noble, pero manso.
Ya no quedan mosqueteros,
sólo estómagos agradecidos
de miércoles de mercadillo;
sólo apariencias de oídos ciegos
y ojos sordos ante lo que fue, y ha sido.
Siempre fue uno para todos
frente al ahora, casi siempre,
todos para ellos mismos.
Yo, capitán Alatriste
de nombre, apariencia y sino,
en el exilio de otro reino,
más solo, más oscuro, más frío.
Fue una despedida a plazos
del patio sin colores del Castillo,
nada queda de mí en las mazmorras,
pues nada dejo en la gloriosa habitación
del puzzle junto a la ventana
que fue mi vida.

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