Michelle me recibió con un abrazo muy fuerte, y un silencio cargado de amor y comprensión. Me obligó a desayunar. Fue la primera comida completa en muchos meses.
—¿Qué piensas hacer? —me preguntó en tono amoroso.
—No sé. He estado pensando en volver a vivir como hombre.
Abrió los ojos de tal forma que pareció que iban a saltar de sus órbitas, se mordió el labio, suspiró y dijo:
—Yo creía que de ti, ya nada podía sorprenderme. Mi niña, estás cada vez más perdida. ¿Qué pretendes con esa idea tan descabellada?
—Dejar la calle, volver a tener un trabajo que me guste, vivir sin miedo, quizás tener pareja…
—Nomi, escúchame bien. —Me interrumpió y siguió—: Supongamos que consigues trabajo, algo que no creo; supongamos que te deshaces del miedo y, supongamos que consigues pareja. No vas a ser feliz, no vas a estar bien porque dejarías de ser tú misma. ¿Ya olvidaste lo infeliz que eras viviendo una vida que sentías ajena? ¿Ya olvidaste el vacío que cargabas incluso con tu pomposo trabajo? ¿Ya olvidaste por qué te transformaste?
—No lo he olvidado
—A mí me parece que has olvidado eso y otras cosas más.
—¿Qué más puedo haber olvidado, mami?
—Corrígeme si me equivoco. Quieres dejar la calle, quieres tener un trabajo que te guste, quieres vivir sin miedo, quieres tener pareja. ¿Verdad?
—Sí, ¿es mucho pedir? —pregunté con ironía.
—Sí, creo que pides demasiado y que si no aprendes a vivir con lo que tienes, nunca vas a ser feliz.
Se acercó un poco más y me pidió:
—Mírame…
Dejó un silencio abrupto y sus ojos se clavaron en los míos.
—Tú has tenido más oportunidades que todas nosotras juntas. No has sabido aprovechar ninguna de ellas y por eso te volviste vieja dando tumbos entre una cosa y la otra.
—¿A qué oportunidades de refieres?
—Solo te voy a mencionar una: Hans. Respóndeme muy despacio todo lo que él te ofreció.
Agaché la cabeza, guardé silencio y evoqué su figura de hombre bonachón. Michelle aprovechó el silencio para darle rumbo a mi respuesta.
—Te ofreció amor, ¿verdad? Te ofreció la posibilidad de vivir en un país donde podrías trabajar y vivir sin miedo, ¿verdad? ¡Respóndeme!
—Sí, mami, tienes razón.
—¿No crees que es menos absurdo buscarlo y pedirle otra oportunidad, en vez de toda esa historia de volver a vivir como hombre?
—Michelle, no quise engañarle, yo no estaba enamorada. Él no se merece eso.
—Bueno, ya que estás al borde de hacer cosas tan radicales, ¿por qué no le buscas y le hablas con el corazón? ¿Qué es lo peor que te puede pasar? ¿Qué te mandé a la mierda? En la mierda ya estás y por tu culpa. Si ese hombre te sigue escribiendo es porque todavía siente algo por ti, así sea solo amistad. Todavía tienes una posibilidad, no la descartes antes de intentarlo. Piénsalo con cabeza fría. Ah, y hablando de cabeza fría, espero que tengas muy claro que aquí, conmigo, nada de licor ni coca. Necesitas despejarte, eso es lo primero.
—Sí, madre, no te preocupes; a partir de hoy estaré limpia.
»No, por fortuna, nunca hice adicción a la coca, a pesar de haber llegado a consumirla a diario. No necesité ningún tratamiento especial para alejarme de ella; el afecto de Michelle y las muchachas fue suficiente. Quitarme la costumbre del licor fue menos fácil, en Colombia te ofrecen un aguardiente por cualquier motivo y hasta sin falta de motivo.
Retiré el poco dinero que aún me quedaba de lo que había invertido años atrás cuando vivía con Memo. Con ese dinero penaba sufragar mis gastos en Bogotá. Pensé en buscar un apartamento, pero Michelle me convenció de no hacerlo.
—No gastes más de lo indispensable. No sabes qué pasará con tu vida —me sugirió.
Tardé un par de semanas en desintoxicarme. Y el cambio de ciudad me ayudó a desconectarme de la imagen de Malú que, en Cali, no me daba descanso. Todo empezaba a calmarse.
Lo pensé mucho, pero al fin me atreví a escribirle a Hans. No sabía nada de él desde hacía ya un buen tiempo. Con lo de Malú había dejado de responder sus cartas. Le envié una pastoral larga y sin adornos. Le conté todo lo que había sucedido y la situación en la que me encontraba. Al final, en el último párrafo le pregunté si podría hospedarme en su casa.
La espera de su respuesta fue una eternidad contada a granitos. Casi dos semanas. Me llamó y típico de él, en un tono muy amigable, me dijo que esos asuntos no eran para tratar por carta o teléfono.
—Vente a mi casa en plan de vacaciones. Ya veremos como resultan las cosas —sugirió.
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