Eran las seis de la tarde. Nos subimos todas a la furgoneta con Hashim. Mientras conducía, yo le miraba de perfil, esa profundidad en su mirada me era familiar. Me recordaba un poco a la mía. Será que en realidad podríamos ser primos lejanos.
Íbamos de camino hacia el desierto de Tamri, a menos de una hora en coche de Taghazout, al sur de Marruecos. En el trayecto hablamos un rato, pero cada vez bajamos un poco más la voz, hasta que se hizo el silencio unos minutos. Sólo observábamos por la ventanilla.
Al llegar, bajamos de la furgoneta y comenzamos a caminar, sin más ruido que el puro viento, esperando ver atardecer, y soportando la arena golpeándonos la cara.
Entre el frío y los intentos de no caerme, sólo veía una duna tras otra. En un momento alzo la vista y ahí el océano. Jamás había visto un paisaje igual. Ni siquiera lo esperaba. Eso fue quizá lo que hizo aquel momento único.
El desierto parecía estático, pero era la fuerza del viento la que mantenía las curvas de las dunas.
El océano parecía tranquilo, pero miles de corrientes internas ordenaban sus movimientos.
Con un paso y otro, y uno más hacia delante, sin mucho rumbo ni pérdida, desapareció el sol cuando más grande se llegaba a ver, y fueron apareciendo la luna y las estrellas, una a una, sin oposición de ninguno de los elementos, sin sorpresa, solo en orden. Todo en orden.
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