Extraño objeto (Parte Uno de algo que no sé lo que es)

  • He visto de todo jóven, no creo que me sorprenda a estas alturas. – Dejó caer Anselmo con la parsimonia y el temple que sólo los años te dan.
  • No he venido a sorprenderle, sólo quiero lo que es mío. – Contestó escuetamente el cliente.

La respuesta de aquel enjuto chico que decía llamarse Tomás, ciertamente le causó una ligera sorpresa, pero rápidamente la interpretó como un farol. Aquel joven cliente que vestía algo desaliñado y que parecía vestir pasado de moda, estaba definitivamente adoptando un rol despreocupado, pensando que creía saber cómo tratar con un tasador de antigüedades experimentado y estaba desplegando sus rudimentarias técnicas.

  • Tendrás lo que es tuyo, no te quepa duda. – Sentenció Anselmo arqueando una ceja y disponiéndose a colocarse la lupa que le permitiría escrutar cada detalle de aquel extraño artefacto que le presentaba el joven.

Anselmo llevaba más de 54 años dedicado a tasar antigüedades. No regía ninguna casa de empeños. Ni tan siquiera le parecía una profesión noble el esperar agazapado a que cualquier persona presa de la necesidad viniese con la ilusión de obtener una pequeña fortuna vendiendo la posesión más preciada de la familia, guardada además durante generaciones. Apenas cobraba por asesorar a casas de empeño o tiendas de antigüedades sobre sus nuevas adquisiciones. Solía ir a porcentaje sobre el valor tasado, lo cual podría despertar suspicacias por parte de los aguerridos dueños de esos establecimientos, duchos en las más variopintas negociaciones, pero su solvencia era tal, que le admitían esa condición tan poco generadora de confianza.

Era un simple profesor de instituto con una grandísima afición por la historia, de ahí le venía su solvencia, de la infinidad de libros leídos, bibliotecas visitadas, archivos investigados, ponencias y conferencias a los que había asistido. El otro ingrediente necesario para ser tasador de antigüedades, era el interés malsano que anidaba en sus adentros por ser el desencadenante de la desilusión. Para él siempre era un reto desmontar todo el argumento que traían los desesperados clientes para hacer de su artículo la antigüedad más valiosa de todos los tiempos. Todos traían irrefutables pruebas de autenticidad. Todos eran poseedores de certificados que habría sido imposible falsificar. Y lo mejor: absolutamente todos traían una historia detrás que se remontaba a varias generaciones en su familia como guardianes de aquella antigüedad, pero aquella cadena de confianza y salvaguarda se iba a romper allí mismo, en la última generación que había recibido el valioso bien y que “haciendo un ímprobo esfuerzo” –según decían con lágrimas incipientes en sus ojos –  se iban a desprender de ella.

El peso de las generaciones precedentes era grande, pero más lo era la avaricia o la necesidad para traicionarlo. Aquel cóctel de emociones era lo que más fascinaba a Anselmo y desde luego el colofón perfecto para traición, era hacerla inútil demostrando que lo que parecía un tesoro de valor incalculable, se convertía bajo su experto análisis en un engaño perpetuado en el tiempo por varias generaciones de crédulos pardillos.

Era sublime e imposible de describir el rostro de la decepción, que rápidamente, según fuera de imperiosa la necesidad de efectivo, se tornaba en ira y reproche hacia esos antecesores que les habían legado una creencia sin valor alguno.

Anselmo había visto a hijos renegar abiertamente de sus padres. Hijos que tan sólo unos minutos antes habían acudido a la cita alabando el regalo de sus ancestros y haciendo gala del amor incondicional que les tenían a sus progenitores.

Él era el maestro de ceremonias que abría el telón, presentaba la función y acto seguido se dedicaba a ir cortando las gomas que sujetaban las máscaras de los actores a sus rostros y ocultaban su verdadera identidad. Cuando hacía su trabajo y veía tornar rostros afables en aceradas miradas de ira; Cuando veía la farsa caer y podía saborear al ser humano en su verdadera magnitud y convertirse en un ser despreciable y egoísta, sentía el placer de haberles entregado a cada uno su verdadero ser. Su esencia.

  • Disfruten del espectáculo de descubrirse a sí mismos. – Pensaba mientras le pasaba el valor estimado al dueño de la tienda que sonreía para sus adentros con la mirada del avaro que sabe que tiene la sartén por el mango y va a por la yugular de su adversario desarmado.

En esos momentos siempre recordaba el día en que decidió estudiar historia y dedicarse a ser tasador con mucha claridad.

De pequeño se aficionó a coleccionar monedas sin ni siquiera saber que aquello se llamaba “numismática”. Comenzó el día que su padre volvió de un viaje a Londres y le dio los peniques que llevaba en el bolsillo. Acostumbrado al rechoncho rostro de Franco en las pesetas y los duros, se quedó fascinado al ver el león en el anverso de la moneda de diez peniques. Las monedas le hablaban de otras realidades y pronto empezó a encontrar monedas de peseta que no traían el rostro de Franco, escudos portugueses, liras italianas y también coleccionó billetes. Su favorito con diferencia era un billete de la república que en el reverso contaba con una preciosa reproducción de la Cibeles y en su anverso, aparte del escudo, aparecía la Victoria de Samotracia. Pasaba horas contemplando los finos trazos de la pluma con su lupa. Le fascinaba cada voluta, cada pequeña inflexión de la plumilla. Jamás reparó en los valores intrínsecos de las monedas, sólo valoraba su estética y su autenticidad. Podía poner a la misma altura una moneda corriente y otra de hacía 150 años, si satisfacían sus estándares. La procedencia de sus incorporaciones siempre era la misma, viajeros familiares o conocidos que sabían de su afición y le traían moneda de los países que visitasen.

Hablando de su afición con un amigo de su padre, éste le dijo que él salía a buscar monedas con el detector de metales por yacimientos arqueológicos y que le podía dar algunas monedas de épocas antiguas. Aquello le dejó fascinado y no veía la ocasión de ir a visitarlo para recibir aquel ofrecimiento. A los dos años, fueron a verlo y cumplió con su promesa. Vio su vasta colección y le entregó unas quince monedas, en su mayoría romanas que Anselmo atesoró como lo más valioso que tenía hasta el momento. No ponderó esta vez su calidad estética. El peso del pasado era tan grande que no importaba. De todos modos apenas se adivinaba el rostro de algún emperador en ellas, pero eso no importaba.

Anselmo siguió coleccionando y cuando rozaba ya la mayoría de edad, conoció en la universidad a un amigo que se decía experto en numismática de la época romana y por supuesto que Anselmo le llevó sus monedas para datarlas. En ningún momento dudó de su autenticidad, sólo quería saber a qué época pertenecían y si era posible consultar algún catálogo donde aparecieran menos deterioradas. Quería ver cómo fueron cuando eran nuevas y deleitarse en observar el efecto del paso del tiempo sobre ellas.

El análisis de aquel compañero resultó determinar que todas las monedas que aquel amigo de su padre le había legado hacía ya cinco años, eran reproducciones modernas de monedas antiguas.

Por lo visto, hacía unos años, una conocida marca de cacao para disolver en leche, sacó una colección y eran todas de dicho catálogo. Una por una le fue enseñando las ocultas marcas que delataban su procedencia: una pequeña muesca, casi imperceptible, con el logo de la marca comercial que se había deformado para la ocasión, haciéndolo parecer un carácter romano.

La decepción que Anselmo sintió fue enorme, le pesó durante días y estuvo ponderando la posibilidad de contactar con aquel amigo de su padre para pedirle explicaciones por tan imperdonable engaño. Había pasado cinco años de su vida adorando esas monedas como la pieza más auténtica de su colección, aprendiéndoselas de memoria en cada detalle y sí, había visto aquella marca que se repetía en todas, pero su febril imaginación la había catalogado como algún sello usado en la época para codificar cualquier dato. Todo menos una marca comercial de una bebida de cacao del siglo XX. Preguntó a su padre por aquel amigo y éste le contó que estaba en la cárcel y que había divorciado, que era un truhán que trabajaba de cajero en un banco y lo habían pillado con las manos en la masa y su mujer, que no pudo soportar el escarnio público en un pueblo tan pequeño como el que vivían, lo dejó nada más ingresar en prisión por sus desfalcos. No cabía duda, pues. Aquel farsante había jugado de un modo impune con su inocencia y fue entonces cuando decidió que no le volvería a ocurrir nada parecido y que se documentaría el resto de su vida para que no le ocurriera a nadie más. Hizo una hoguera y quemó en ella toda su colección de billetes y le entregó todas las monedas a un conocido que trabajaba el bronce pidiéndole que le hiciera una réplica modernista de la Victoria de Samotracia que desde entonces presidía la mesa del comedor de su salón. En la versión de Anselmo la victoria sí tenía brazos y blandía una enorme espada que alzaba en el aire para decapitar al vencido.

Así fue como terminados sus estudios y abandonada su pasión por la numismática, se convirtió en especialista en datación de antigüedades y dedicó más de cincuenta años a sacar del engaño en que se encontraban los poseedores de antigüedades falsas o a simplemente desenmascarar a los listillos que querían sacar tajada de una buena falsificación.

Bien es cierto, que de vez en cuando le llegaba una pieza valiosa que le reportaba suculentas ganancias y hacía rentable su afición, pero lo habitual era uno de los dos casos relatados.

Dado que el joven que ahora tenía ante sí, parecía actuar, lo catalogó como de los segundos y pensó que sería algún sobrado que le pretendía colar una joya vulgar como la pieza más valiosa de la corona de Sancho IV de Castilla, por poner un ejemplo, porque lo que tenía ante sí no había formado parte de corona alguna, ni tan siquiera de cualquier otro artilugio que conociese, eso sí, parecía antiguo. Muy antiguo.

4 respuestas a “Extraño objeto (Parte Uno de algo que no sé lo que es)”

  1. Oye, está muy Interesante 😃

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    1. Gracias. Si te digo la verdad, no tengo ni idea de cómo continuarlo. A ver qué se me ocurre durante la semana.

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  2. ¡Uoh, nos dejas con intriga! Me ha recordado la definición que , en Verbolario, Rodrigo Cortés hace de «tasador»: desilusionista. Jijijiji

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  3. ¡Ala! ¡Que idea tan buena y que intrigante la historia! Ojalá las musas te iluminen una continuación 🙂

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