Otro día más en esta vida insulsa. Me desperté como cada mañana, dispuesta a enfrentar unas nuevas 24h de apasionante aburrimiento y monotonía.
Mis leggins favoritos, una sudadera limpia y zapatos de abrigo, que con los pies calientes, el mundo parece más cálido.
Salí de casa, maldiciendo al universo por dotarme de sabiduría para trabajar y no de dinero para vivir del cuento. Fue entonces cuando aquel torbellino de papeles y rizos me estampó contra la marquesina del autobús y su anuncio de donuts rellenos.
– ¡Hostia! Perdona, perdona, lo siento. Soy lo peor. Disculpa, ¿estás bien?
Cuando levanté mi mirada, todas mis ganas de maldecir y matar a aquella persona insensata que no mira por dónde va, desaparecieron como el humo de un cigarro.
Ojos de color azabache, piel aceitunada y una sonrisa que colapsaba al sol.
– ¿Te duele algo? ¿puedes hablar?
– ¿Eh? ¡Ah, si, si! Perdona. No ha sido nada, todo bien. Culpa mía que siempre ando mirando a las nubes.
– Perdona de nuevo. Voy con demasiada prisa y demasiados papeles.
Eché un rápido vistazo y conté cinco o seis rollos gigantes de papel que la cubrían, y otros tantos más pequeños que saludaban desde su espalda, guardados en una mochila de colores alegres.
Llegaba el autobús a la parada. No podía dejar de mirarla, pero era incapaz de articular palabra.
Me miró, algo preocupada.
– ¿Seguro que estás bien? No quisiera dejarte sola si tienes alguna herida, aunque me vendría un poco mal perder el bus.
Mi piloto automático se encendió y comencé a sonreír y asentir sin ser consciente de lo que hacía.
– Uf, bien. ¡Nos vemos!
Comencé a grabar a fuego su imagen en mi retina mientras se subía y acomodaba en el bus urbano, línea 7, dirección centro ciudad.
Aquella, fue la última vez que la vi.
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