Tus manos arrugadas me daban tanta seguridad que a día de hoy no he encontrado nada igual. Atrás quedaron nuestras charlas mirando la luna, el chocolate en forma de bombón de postre y una versión de mí siendo niña pidiéndote que, por favor, me dejases ya levantarme de la mesa pese a que el plato aún tenía comida en él. Tú, con tu dulzura siempre me consentías, siempre acababas en secreto haciendo lo que la niña de tus ojos (que así solías llamarme casi siempre) te pedía.
Noches viendo películas antiguas, tardes de telenovelas, paseos por tu sitio favorito y Navidades llenas de alegría y risas protagonizadas por ti. El vino y el plato de oreja, tus frases cuando no disfrutaba la vida tanto como tú lo hacías: «estás muerta en vida» me repetías y casi que lo he convertido ya en un mantra.
Apenas siete inviernos han transcurrido y a veces por inercia doy por hecho que estarás cuando subo al norte. Aún no me he acostumbrado, aún sigo viéndote muchas noches cuando mi subconsciente quiere saber de ti y necesita de ti. ¿qué me dirías si pudieras? Yo no te diría nada, te abrazaría hasta cansarme y así lo entenderías todo.
Aquella mañana fría y agria de noviembre que recuerdo borrosa pero que siento tan nítida, cuando llegó el adiós más que inesperado que nunca te supe dar. Perdóname por enfadarme durante un tiempo, no quería que me abandonases tan temprano, no era tu momento.
Y entonces, repaso en mi cabeza que, ¿quién me lo iba a decir? Que aquellas velas con el número veintitrés serían las más especiales y el recuerdo más triste a la vez, que aquel invierno me abrigaría para siempre con tu recuerdo, porque esa fue la ultima vez que te vi.
Deja una respuesta