«Sí, pero quién nos salvará del fuego sordo».
(Julio Cortázar, Rayuela).
Nadie le pregunta al salvamanteles si está dispuesto a asumir esa tarea. Si quiere, si le apetece. Si le duele tanto calor, o tanta frialdad. Puede que esté diseñado para soportar casi todo, pero podríamos preguntarle al menos. Quizá preferiría servir como plato de canapés, asiento de mosquitos o marco para un cuadro. Quién sabe. Nadie sabe, porque nadie le pregunta.
Nadie le había preguntado, mejor dicho, hasta el día del tercer cumpleaños de Linda. Ella misma, mientras observaba cómo yo apoyaba la paellera sobre el salvamanteles, arrastró algunas sílabas con su lengua de trapo: “Tá quente, ¿no te duele, maderita?”. Sonreí y le dije, hablando por el salvamanteles, que no, que no le podía doler porque, para empezar, era una cosa, un objeto, y que además estaba hecho para cumplir esa función y ninguna otra. Al terminar mi explicación, Linda asintió levantando las cejas y “la maderita” crujió como quien se aclara la garganta antes de comenzar un discurso, pero obviamente no dijo nada. Después no tengo claro quién recogió qué tras la sobremesa, solo recuerdo que me llevé la paellera para fregarla en la pila grande. Respecto al salvamanteles, aquella fue la última vez que lo vi.
(Banda sonora recomendada tras la lectura: https://www.youtube.com/watch?v=t7ltcBxT_FY)
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