La propuesta no me gustó para nada. Aunque había penetrado a varios hombres sin ningún problema de erección, esta sería la primera vez que tendría sexo con una mujer y no creía tener ningún interés lésbico. La sola idea de tener que besar sus genitales me resultaba repulsiva; sin embargo, no estaba en condiciones de hacerme la remilgada. Aunque temía que mi pene no funcionase, tendría que intentarlo. Necesitaba dinero con urgencia.
»¿Qué hice? En esa época todavía no existía el viagra. Le pregunté a quien se había convertido en mi médico de cabecera si tenía alguna pastilla milagrosa. Me dijo que solo conocía un producto. No recuerdo bien el nombre, «alprosta…» algo, pero era una inyección que se ponía en el mismo pene. «Ni pensarlo», le dije; la simple idea me aterró. A pesar de no ser creyente, preferí encomendarme a Dios y a mi suerte.
Marqué el número de la habitación. Me respondió una voz amable:
—Hola, sube, te estaba esperando.
En el ascensor me faltaba aire. Estaba poseída por el miedo. Ella lo notó tan pronto me vio. De forma muy amigable me dijo:
—Tranquila. No vienes a la guillotina. La máscara no es por sadismo, es para proteger mi identidad.
—Tengo mucho miedo de no satisfacer tus deseos —confesé.
—No te preocupes. Aunque no estamos aquí para socializar, no hay prisa. Primero relájate. Ven, siéntate —sugirió con tono de orden y continuó—: Hay whisky, ron o aguardiente y un poco de coca, si lo deseas.
—La coca me da por hablar como una cotorra. Creo que mejor un whisky, me relaja.
Mientras servía los tragos la contemplé con detenimiento. Cabello negro, largo, suelto. De su cara solo veía sus labios, sensuales y resaltados con un rojo carmín. Bajo su blusa, blanca y de estilo camisa de hombre, resaltaban unos senos carnosos sin ser grandes. Pantalón largo, negro, que se habría desde la cadera con amplitud suficiente para parecer una maxifalda.
Apoyó su espalda sobre el descansabrazos del sofá y me pidió hacer lo mismo. «Me gusta mirarte a los ojos», dijo. Empezó un interrogatorio afable que me ayudo a relajarme. Intenté hacerle una pregunta y me respondió con un tajante: «Si se trata de mí solo hablaremos de mis deseos sexuales».
—De acuerdo —dije y pregunté—: ¿Qué esperas de mí?
—Tú relájate y déjate llevar —respondió.
Le pedí otro whisky y seguimos con la conversación, si es que así se le puede llamar. Hizo preguntas hasta el momento en que creyó conveniente empezar el juego. Se acercó un poco y con mano firme me atrajo hacia ella. Me dio un beso largo, pausado y voraz. Luego me preguntó:
—¿Ya estás tranquila?
Asentí con resignación. Me volvió a besar con suavidad, con maestría y empezó a acariciarme los pechos. Yo hice lo mismo. Se levantó y desde la cama me pidió:
—Quítate el vestido, solo el vestido, y ven a la cama.
Mientras lo hacía, ella también se quitó la ropa. Era un cuerpo bonito, tonificado. Llevaba un juego de lencería que lucía con elegancia los secretos de su carne.
Me abrazó por detrás y besó mi nuca de forma pausada, recorrió con su lengua mis hombros y la espalda, y con manos entrenadas soltó mi brasier. Me quedé quieta. No sabía qué hacer y no me gustaba la sensación de su pintalabios sobre mi piel. Creo que es la única vez que he sido creyente en mi vida. «Dios, ayúdame; tengo que hacerlo muy bien, necesito dinero», imploré con mis pensamientos. De repente mis brazos acariciaban su cuello y mis dedos rozaban los bordes de sus orejas. Ella soltó un gemido muy suave. Le gustaba. Eso me animó. Eché mis brazos hacia atrás y empecé a acariciar la parte posterior de los muslos y me atreví a deslizar mis dedos por debajo de su ropa para tocar sus nalgas. Muy pronto me olvidé de la sensación del pintalabios sobre mi piel. Con la velocidad y agilidad de una gacela saltó al borde de la cama, frente a mí y con fuerza masculina empujó mis hombros hacia atrás. Se tiró sobre mi torso y mientras me besaba empezó a mover sus caderas con ritmo, con fuerza, con todo su peso sobre mí. La máscara se interponía entre nuestras miradas, pero no entre nuestras bocas.
Continua???
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