— Necesitamos una mano inocente — dijo Sonia.
Miraron a su alrededor buscando entre la clientela de la cafetería a alguien que cumpliera ese perfil indefinido y, a la vez, confiable para elegir uno de los cuatro papelitos doblados que tenían sobre la mesa. Cada uno contenía un nombre escrito en letras mayúsculas con boli azul: “Sonia”, “Pedro”, “Andrea” y “Luisa”.
Mientras rodeaba la taza de café caliente con las dos manos y seguía buscando con la mirada a esa posible “mano inocente”, por el pensamiento de Andrea circularon varias imágenes tan explicativas como inexplicables acerca de cómo habían llegado a esa situación.
Primero, una de las sillas desaparece en la mudanza a la nueva casa. Nadie sabe cómo, mucho menos por qué. No le dan demasiada importancia. Recuerda a Pedro encogiéndose de hombros y haciendo un gesto con la mano que venía a decir algo parecido a “no le demos más vueltas, no merece la pena”.
Sin embargo, pocos días después, la dinámica convivencial va mudando ligeramente. Reproduce la escena de aquella mañana en la que se levantó y sus compis ocupaban las tres sillas disponibles para desayunar. Andrea desayunó de pie, sin mayor inconveniente, pero sin dejar de notar cierta complicidad excluyente entre quienes sí podían descansar las piernas mientras masticaban y lanzaban pequeños perdigones al hablar y reir como si nada, o como si todo.
También se ve a ella misma correr a la mañana siguiente, descalza, por el pasillo. Llegó la tercera. Ese día fue Sonia la que no consiguió silla. No desayunó en el piso, dijo que no tenía apetito, pero después Pedro la vio comerse un cruasán en el Bar “Mirella”, justo en la esquina de su calle.
Ahora pasan por la recámara de sus ojos las distintas configuraciones que ha tenido durante los dos últimos meses la mesa del comedor. Andrea calcula que ha conseguido sentarse el 70% de las ocasiones por la mañana. Comía en el trabajo, y las noches que se entretenía e imaginaba que no iba a conseguir sitio se imponía el ayuno hasta la mañana siguiente o picoteaba unos frutos secos que rebuscaba en el bolsillo del abrigo. A veces las tres sillas se disponían dos contra una, pareciendo una entrevista de trabajo. En otras ocasiones dos se enfrentaban entre sí y la tercera quedaba en un lateral, como una especie de árbitro atento que evaluaba el masticar de unas bocas cada vez más tensas, más parcas en palabras, menos risueñas.
¿Dónde estaría la cuarta silla? ¿Cómo pudo perderse en la mudanza?
Andrea fijó su mirada en un niño de unos doce años que mojaba un churro en lo que parecía un vaso con Cola Cao. Podría ser la mano inocente que ideal para elegir uno de los papelitos y finalmente resolver el problema. Si era ella quien tenía que irse de la casa, lo haría sin montar ningún numerito. Casi que prefería que fuera así. Miró a Sonia, Pedro y Luisa, pensó que era irónico verse finalmente las cuatro sentadas, aunque fuese en una cafetería, para decidir que alguien sobraba porque una silla faltaba, ¿o al revés? ¿Y si…? Entonces, cuando abrió la boca para proponer que aquel niño fuese la dichosa “mano inocente”, se sorprendió a sí misma diciendo:
— Creo que lo que nos pasa es que nos sobran tres sillas.
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