El disparo magenta

La puerta de la azotea giró lentamente, generando un chirrido insoportable para los oídos de Magenta. Soltó un contundente “¡Joder!” entre susurros y se acercó a grandes zancadas a la cornisa norte del edificio.

Desde pequeño había padecido problemas de audición por diversos problemas vividos en casa cuando era un niño. Mientras se arrodillaba junto a su macuto y comenzaba a sacar las diversas partes que componían a “Margarita”, su fusil Panama Shot favorito, pensaba en la ironía que suponía tener hipersensibilidad auditiva y haber acabado siendo el francotirador privado mejor pagado del País.

La última pieza en salir de su guarida fue la culata de madera de roble, regalo de su mejor amigo Robbie después de ayudarle en un asunto de intercambio de mercancías. Tenía grabado en su parte inferior el mensaje “los hombres malos raramente saben que lo son”, una frase que tuvo que escuchar demasiadas veces como para tener que apuntarla en ningún sitio.

Mientras iba dando vida de nuevo a su certera compañera, disfrutando de cada uno de los sonidos de cierres, encajes y palancas, sonreía imaginándose que componían una sinfonía preciosa, una suerte de ruidos que bien podrían ser el desperezamiento del arma, que acaba de despertarse para ponerse a trabajar una vez más.

Una última vez más.

Como todo buen genio, no podía deshacerse de ninguno de sus rituales antes de apretar el gatillo con seguridad. Así que cuando terminó de montar a Margarita y la apoyó en el bordillo, se puso sus cascos insonorizados, agarró con una mano el mango del arma y usó la otra para estabilizar, dio dos toquecitos en el lateral del gatillo, besó el guardamanos lateral izquierdo, respiró hondo y miró por la mira telescópica.
Estudió la puerta de los juzgados atestada de reporteros, cámaras y gente enfadada con pancartas. Estudió la seguridad apostada. Estudió la velocidad del viento en cómo movía las hojas de los árboles y los carteles tendidos. Estudió el corto pero suficiente camino que separaba la salida del edificio y la puerta del furgón de policía que tenía que llevarse a su víctima de vuelta a la cárcel, en la que ya no pasaría mucho más tiempo por ciertos chanchullos que tenía en altas esferas.
Y, cuando tuvo todo controlado, como para “matar” el tiempo, estudió el entorno que iba a vivir en directo el último trabajo de Magenta.
Había gente de todas las edades llamando “asesino”, ”violador” y demás calificativos, por desgracia objetivamente ciertos, a la persona que estaba a punto de atravesar el portón de cristal reforzado con una sonrisa en la cara. Esa sonrisa que solo tienen los que saben que pueden hacer lo que quieran cuando y como quieren, sin miedo a represalias o consecuencias graves. Seres que piensan que dominan el mundo.

Me prometí no disparar nunca por egoísmo propio, ni por cruzadas personales. Hoy fallaré esa promesa. Hoy voy a fallar. Pero bueno, al menos tengo un buen motivo.

La gente enloquece, se abren las puertas. El tiempo deja de correr para avanzar a hurtadillas. 

Vuelan los insultos, se alzan barricadas humanas. Sonrisa pervertida y socarrona. Caras de enfado, rabia y angustia.

Magenta besa su corbata del mismo color, regalo de su madre antes de fallecer. Mete la mano en su bolsillo y agarra con fuerza la bola del mundo que le regaló la pequeña Lucie como si fuera su posesión más preciada. Piensa en su padre, gira levemente la cabeza y escupe sin manchar mucho el granito del suelo.
Tres centímetros por encima del orbicular derecho, dos hacia el centro. Esa era su medida.

Contiene la respiración, tira del gatillo.

No es capaz de oír el “Pum”. 

Solo es capaz de imaginarse el bullicio del revuelo, los gritos de la gente y los cuerpos de seguridad gritando cosas mientras señalan en su dirección.

El tiempo aún no ha sido capaz de avivar su paso.

Magenta sonríe muy levemente, de manera melancólica.

Ahora hay un hombre malo menos en el mundo, mamá. Acabemos con el último.

Saca su Magnum gris metálico del macuto. Una única bala color magenta al tambor. Un click del martillo retrocediendo. Un chirrido familiar a sus espaldas, audible aún con los cascos puestos (o quizá fuera su imaginación).

Una sonrisa aún más ancha y una lágrima cayendo en el mismo suelo que antes manchó su saliva.

Y, por último, un disparo color magenta.

3 respuestas a “El disparo magenta”

  1. Ayyyyyyy😫.
    No sé si es la palabra adecuada. Es delicadisimo.
    Enhorabuena.

    Le gusta a 4 personas

    1. ¡Muchas gracias! Me parece un adjetivo brillante, no lo había pensado así…

      Le gusta a 2 personas

  2. Esto es un gran guion, caballero. Muy cinematográfico, con mucha carga emocional. Bravo.

    Me gusta

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