Un último empujón es lo único que necesitaba para acabar con aquello.
Me armé de valor, inspiré profundamente por la nariz y, ¡Glub!, conseguí tragarme mi propia lengua.
Estaba hecho.
¿Cómo reaccionaría mi mente ahora que no podía refrendar en palabras aquello que pensase?
Escucharía más, ahora sí. Y además, ahora que no podría replicar, obligaría a mis interlocutores a ser más críticos. Los haría enfrentarse al peor de los dictámenes, el silencio. La desnudez de un argumento mal elaborado se postraría de rodillas ante tamaño juez pidiendo clemencia por haber tenido la osadez de mostrarse.
Qué gran servicio a la humanidad. Qué renuncia.
La renuncia es la forma más elevada del amor, decían, aunque bien sabía yo que aquella frase tenía sus carencias. ¿No es acaso la entrega incondicional la más pura de las formas del amor?
Porque, sí. Renunciar a tu propio bien por el ser amado tiene su aquel, pero lo hace todo tortuoso. Incómodo.
La forma más pura del amor es la entrega incondicional, como la de un perro. Amor a nivel perro, esa es la forma más pura del amor porque la entrega, aunque también lleva implícita la renuncia, es un nivel superior de esta. Subyugar hasta el instinto para complacer a tu amo.
Ahora quiero ser tu perro, decía Iggy, aunque esa era otro tipo de sumisión. Más carnal y sucia. Visceral.
Ahora quiero ser tu perro y renunciar hasta de la carne por complacerte, Hasta de la carne de este apéndice llamado lengua y que no era más que la llave que podía controlar mi incontinencia verbal y no lo hacía. Ahora callaré para siempre.
Y como colofón a esta renuncia, moriré al acabar el día.
Moriré y mañana renaceré mudo y muerto.

¿Así es como me quieres?
¿Quieres a esta versión reducida de mi ser, que te complace y te otorga tu lugar?
Morir y callar es lo que quiero, no hay renuncia en mi ablación y suicidio.
¿Hay amor en mi acto cuando no es renuncia sino egoísmo?
¿Querrás tú a un ser tullido y desnaturalizado?
Deja una respuesta