Cincuentones solitarios paseando perros cuando no hay nadie en la calle y cajas de cartón de juguetes vacías en los contenedores. Es la mañana de Reyes. Tengo cincuenta y dos tacos y estoy paseando a mi perra. ¿Aún no has llegado a ese momento en que te has descubierto como arquetipo? Llegará, no te preocupes. Bien te sorprenderás diciendo frases que odiabas del repertorio de tu padre, bien será comprando en el Leroy Merlín, cuando te veas empujando un carro lleno de herramientas que no usarás, pero llegará. Hasta una estrella del rock, por poner un ejemplo de vida fuera de lo común, se descubrirá un día firmando autógrafos en un acto organizado por su discográfica y se odiará como me odio yo en esta mañana de Reyes mientras meto una mierda de perro en una bolsa de plástico.
Ya hace dos años que mis hijos prefieren dinero a regalo alguno. No he depositado ninguna caja de cartón vacía en ningún contenedor. Hace casi cuatro ya que los últimos regalos que les hice terminaron en el contenedor, con su caja incluida. Seguro que aquel año pronuncié la frase que todo padre de hoy en día habrá dicho en algún momento: “Estos niños no tienen aprecio por nada. En mi época un regalo nos duraba años…” Otro arquetipo más en mi lista.
Al final de mi calle hay un vallado que se franquea con facilidad. Lo salto y accedo unos solares desechos del boom inmobiliario. Encintado de aceras sin terminar, tapas de alcantarillas apiladas sin colocar, replanteos de viarios no concluidos y la naturaleza que implacable se abre paso entre todos esos fósiles que nos hablan de la avaricia ilimitada del ser humano.
Entre aquella maleza es fácil desconectarse del trajín diario de la ciudad. Allí suelto a mi perra y esta despliega todo el recital que por su naturaleza lleva dentro y que yo reprimo constantemente al tenerla en un espacio cerrado.

Es un cruce de podenco y perro de agua, pero tiene todo el carácter del cazador. Presa de sus impulsos persigue los pajarillos que vuelan bajo. Olisquea cada recoveco y se pierde entre la maleza de una parcela en barbecho que todavía presenta la hierba con el rocío de la mañana posado en suave caricia sobre ella. Allí corretea a toda velocidad. En un impulso frenético salta hasta casi abrazar el sol mientras debajo un campo de diamantes titilan al filtrar la luz. Desde mi posición no son diamantes, son sólo gotas de agua que en determinado ángulo refractan la luz hasta hacerla llegar a mi retina. Si me concentro soy capaz de verlas todas danzar con la brisa y descifrar el código morse que cada una de ellas me envía para mi solitario deleite. Que se follen a los diamantes.
Suca ya es todo adrenalina y corre desbocada por el terreno abrupto advirtiendo cada obstáculo unas décimas de segundo antes de que su cerebro dé la orden de sortearlo. Está fundida con el terreno. Ella es el terreno. Su vigor me recuerda a mi yo más joven, cuando era capaz de hacer aquellos descensos en bicicleta a velocidades de vértigo por terraplenes que no conocía, o cuando salía a entrenar muy temprano, todavía de noche, y la oscuridad y el frío agudizaban mis sentidos hasta límites que no conocía. Durante unas décimas de segundo me reprimo para no caer en la nostalgia. Me digo a mi mismo que he sido capaz de advertir todo el movimiento de la hierba al danzar al compás de la brisa e individualizar cada brizna, cada gota de agua de ese todo que compone una fotografía como las que vienen por defecto cuando compras un marco en un chino.
Maldita sea, esta analogía me lo ha jodido todo. Ya no soy el de antes. No te engañes.
Llamo a Suca. Volvemos al asfalto donde ya tiene que ir con collar y donde yo vuelvo a ver cuadrículas.
Tengo cincuenta y dos tacos y este año tiene cincuenta y dos semanas. Me he propuesto escribir un relato cada una de esas semanas y hoy, abriendo la puerta de mi casa y diciéndole a Suca que entre, me he propuesto volver a ser el de antes, ese que estaba en forma y que nunca tenía frío.
Otro arquetipo.
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