A pesar de mi tristeza y enojo me levantaba todos los días y caminaba atormentada hacia el colegio. Allá me sentía peor que en casa, todos se burlaban de mí porque yo era muy afeminado; en efecto era evidente que parecía una niña. Aún me parece oírlos: «Llegó la niña, llegó la niña…». Yo trataba de ignorarlos, caminaba directo hacia mi pupitre, organizaba mis cosas, fingía no haberles escuchado, pero sus voces resonaban como si rebotasen de un lado a otro de mi cerebro. Ni me enteraba de lo que decía la profesora. Algunas veces el dolor era más fuerte que mi decisión de hacerme la indiferente y pedía permiso para ir al baño; allá estallaba en un llanto amargo que parecía no acabar. Pero muy pronto se acabó la disculpa, mi profesora me amenazó: «Alejandro, si no aprendes a controlar tu chichí, tendré que decirles a tus padres», y a eso sí que le temía. Hice mi mayor esfuerzo por contener mis ataques de llanto, no obstante algunos días después, esas voces que retumbaban en mi cabeza: «Llegó la niña, llegó la niña…», se hicieron más fuertes que el miedo a mis padres. Empecé a llorar en medio de la clase. Un llanto contenido que encontró salida en lagrimones que resbalaban despacio por mis mejillas. Algunas veces en los recreos también me encerraba en el baño para soltar esa tristeza que me asfixiaba. Lloraba mucho, pero nunca le dije a nadie el por qué. Quería ser niña; mejor dicho, sentía que era una niña atrapada en un cuerpo ajeno con esas horripilantes bolas de mi entrepierna. No solo lloraba en el colegio, también en casa. Recuerdo que con frecuencia me encerraba en el baño a mirarme la cara, lo que veía era algo que no me pertenecía; esa figura que se reflejaba me resultaba ajena y la detestaba. Algunas veces me quedaba así varios minutos viendo ese niño que no era yo. Quieta, como paralizada por las dudas, no entendía, ni siquiera tenía preguntas; solo una sensación profunda de no ser eso que veía en el espejo. El dolor era aún más fuerte cuando, en ausencia de mis padres, me encerraba en su habitación para mirarme desnuda frente al tocador de mi madre. Desde allí podía verme el cuerpo completo y sentía deseos de destrozarlo. La imagen del chochito de mi hermanita se había apoderado de mí. Mientras me miraba al espejo, presionaba mis genitales hacia adentro, algunas veces con tal fuerza que me dolía, pero no me importaba; eso no era mío, no quería verlo. Así fue como empecé con otro de mis juegos de niño transgénero.
Unos años después, tenía ya siete, en una fiesta familiar de treinta y uno de diciembre, uno de mis tíos bastante borracho y eufórico sorprendió a todos apareciendo en medio de la sala vestido de mujer. Todos reventaron a carcajadas y se volvió una improvisada danza de bromas machistas. Él empezó a acercarse a todos los hombres, se sentaba en las piernas de uno, le sobaba la cabeza a otro, se le insinuaba a otro. Casi todos ellos aprovecharon para tocarle el culo. Me imagino que muchos en su inconsciente lo deseaban, pues tenía unas nalgas más buenas que las de Shakira. Y todos reían, incluso las mujeres. Yo, como de costumbre, estaba en una esquina sola, sentí un escalofrío de asombro y de miedo. Ese mamarracho, haciendo una parodia de prostituta, despertó mi fascinación y mi rabia. ¿Por qué él sí podía vestirse y comportarse como una mujer y jugar así con otros hombres y yo no? Me parece que todavía siento una voz en mi cabecita de niño diciéndose, pues si mi tío puede, yo también.
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