Todos los años por estas fechas me pongo profunda, introspectiva, como un poquito intensa de más (aún). Sí, mi madre dice que siempre he sido así, y la verdad es que yo nunca he estado de acuerdo. Será que reconocerse a uno mismo es difícil, soportar ser y ver quién eres de verdad. Nos da miedito. Nos pasamos la vida intentando escondernos bajo una capa de vaya usted a saber qué, un personajillo inventado que pretende ser mejor que nosotros mismos. Vaya atrevimiento. Y creemos que vamos a pasarnos el videojuego con los superpoderes de este avatar extraño y más que obvio que nos hemos fabricado.

Pobres nosotros, si lo único que queremos es sobrevivir y conseguir una “miaja” del poquito de amor que aún queda por ahí en el mundo. Estamos un poco pobres. Pero no lo somos.

Yo me pongo mil disfraces, ya lo he dicho. El de la súper eficacia, el de tipa seria y profesional, el de mujercita complaciente y adaptable, el de ayudadora, of course, el de independiente, el de doña perfecta… Y todos los que hagan falta para que el mundo (no) me vea y no me juzgue. Para que me quieran un poquito. Sólo un poquito. 

Pero después de estos últimos años (será que estoy metiendo la cabeza de lleno en la crisis de los cuarenta), de ponerme y quitarme, de hacerle mil arreglos al traje y caer y despertar siempre en el día de la marmota, ya veo que no puedo saltarme las reglas ni trampear a la vida, ni a mí misma. Que todas mis sombras (que no voy a mencionar), mis intensidades, mis dramitas, y mi poquito de superpoderes y de jugar un rato al teatrillo, también soy yo, y que sólo si estoy dispuesta a mirarme de frente y aceptarme, sólo así, podré ganar la partida.

Espero seguir practicando en 2023.

Feliz año.