¿Sabéis cuándo es el momento en el que te das cuenta del hastío? ¿En el que por fin te das cuenta, inequívocamente, que te puede el cansancio? Que todo es aburrimiento. Y que ya está bien de tu trabajo, de tu pareja, de tu familia o de lo que sea que esté bien ya.
El momento en el que haces clic.
Pues ese momento le llegó también a Nikolaus. Ya sabéis quién. Santa, Papá Noel, Father Christmas, el gordo de rojo y blanco más famoso después de Jesús Gil.
A Nikolaus se le hincharon los cojones, vamos.
La mañana del 24 de diciembre de 2025 miraba el bosque cubierto de nieve desde su cabaña en Rovaniemi. 94 años exactos después de empezar a repartir regalos, tenía más trabajo que nunca. No es que esperara la jubilación, lo tenía asumido. Además, sabía que sus condiciones no eran muy malas. Al fin y al cabo trabajaba un día al año. Aunque eso no es tan cierto, al final uno se lleva el trabajo a casa, pero en fin, a lo que vamos. Que se preguntó qué cojones estaba haciendo. Miró un montón de regalos de plástico que acabarían en la basura tres días después. ¿Cuándo había perdido la ilusión de fabricar un juguete de madera para aquella niña que nunca había tenido nada? Los niños de ahora sólo le pedían estupideces. Tenían demasiado.
Algunos, al menos.
Porque a otros sitios no podía ni llegar. O bien sus culturas no se lo permitían, o estaban en guerra, o no creían en él. Ya hablaremos de lo de que la fe mueve montañas en otro momento. No había empezado su labor para esto. ¿Para qué había quedado? ¿Para ser una sucursal de muñequitos de películas de Disney?
Así que dio un manotazo en la mesa de abedul tallado que sonó como un trueno; metió todo en el trineo mágico y preparó a los renos. Se disponía a emprender su viaje anual, pero esta vez todo sería distinto.
Se dejó llevar por la ira.
No miró ni una dirección. Cogió los malditos muñequitos de Disney y en lugar de pasar primero por Estados Unidos (sus mejores clientes) y por la Unión Europea, se dirigió a Afganistán. Después a Palestina, a India, a Yemen, a Haití, a Siria, a Ucrania, a Rusia, a Libia, a Mozambique. Pasó incluso por el Sáhara e Irán sin quitarse el abrigo.
Por primera vez en 90 años ganó el impulso al orden y volvió a sonreír. Carcajeó de verdad, nada del falso joujoujou que hacía para la prensa. Emprendió el viaje de vuelta cansado, pero feliz. Sintió el reconfortante frío de su amada Finlandia y por primera vez durmió como un tronco el día de Navidad.
El estrépito fue grande en los países ricos. Niños llorando, padres desconcertados. La prensa llegó tarde, pero se puso sensacionalista. Vieron que ahí había un filón de clics. Tardaron seis horas en enterarse de que los regalos no faltaban, sino que habían llegado a otros destinos. Las noticias de esos países no interesan demasiado. Al menos no tanto como sus materias primas.
Los gobiernos movieron ficha. Acusaron a esos países de complot y de declaración de guerra (vamos, que vieron una oportunidad magnífica de hacerse con sus minerales y el poco petróleo que quedaba). Pero en la mayoría de los países reaccionaron con indiferencia. Muchos de esos niños no sabían quién era Grogu ni cómo jugar con esas pequeñas masas de plástico de colores.
Se desató el caos.
Nikolaus durmió dieciséis horas aquel día. Se levantó recordando lo que había hecho y por un momento sintió un atisbo de culpa. No le duró mucho. Se golpeó el pecho y se dijo hyvin tehty!
Pero entonces vio las noticias.
El gobierno de Estados Unidos y muchos de los otros países lameculos le pedían que diera una explicación pública de lo que había sucedido. Hablaban literalmente de extorsión, derechos humanos y atentado moral. Esas palabras les encantan a los políticos. Son como la puerta por la que dejan pasar las armas.
Un grafiti de Banksy apareció en Afganistán. Mostraba a Santa con un traje verde y en lugar de su tradicional gorro rojo con pompón blanco, llevaba un gorro de fieltro verde con pluma y un arco y unas flechas. Santa Hood, rezaba debajo.
A Nikolaus le gustó eso, aunque no entendió la broma del color —era daltónico—.
Reunió a sus renos y les pidió un esfuerzo titánico. Normalmente tenían un año entero para descansar, pero esta vez tendrían que volver a viajar apenas unas horas después.
Se presentó en La Casa Blanca tras casi tres horas de viaje. Aparcó en doble fila y se dirigió al Capitolio. Llevaba su pijama rojo (no sabía que debía ir de verde) y un arco con flechas de juguete que él mismo había tallado.
Pidió paso en la sala de prensa. Apartó al presidente de los Estados Unidos y se dirigió al mundo.
—He aceptado venir sólo para deciros que a partir de hoy, os encargáis vosotros de esto. Me jubilo. Que os den. Espero que sirva para que reflexionéis sobre los valores que les estáis inculcando a vuestros hijos. Y sobre las prioridades. No he hecho más que cumplir deseos durante mi carrera. Creí y sigo creyendo que los niños son la única solución. El único futuro posible. Pero si los padres no paran de moldear a sus hijos como ellos fueron moldeados (o peor) no vamos a cambiar nada. ¡Estamos en un bucle decadente! Empecé en esto para tener un detalle con los que no tenían nada. Ahora sólo perpetúo marcas comerciales. Se acabó. Llamad a los Avengers para que hagan el trabajo, si queréis. O a Superman, o a Goku. Mi sucesor me es indiferente. Si seguís masacrando países, explotándolos para comprarles caprichos a vuestros hijos, para llenar el tanque, para tener tecnología, para encender lucecitas, para flotar en vuestra burbuja de plástico y residuos, pronto no habrá sitio en la tierra para que haya niños a los que regalarles cosas. Cuando empecé, lo hice porque los regalos eran un gesto de afecto. La Navidad que habéis hecho es una mentira. Llevo sabiéndolo mucho tiempo, pero me dejé llevar. Creía que hacía lo correcto, ¡pero se acabó! No seré cómplice nunca más. ¡Ah! Y no me busquéis. Sabré defenderme.
Apuntó a la cámara con su arco de juguete mientras decía la última frase. Con las mismas, cogió sus flechas y se fue. En el trineo encontró una multa, pero la depositó cuidadosamente en la papelera. Nunca más se supo de él.
¡Feliz Falsedad!
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