Si quieres ser moderno e ir de intelectual atormentado por la vida, jamás se te ocurra dejar entrever que puede haber el más mínimo resquicio de que te guste la navidad. Error imperdonable que te clasificará de por vida como pacato, corto de miras, cuñado, poco elaborado y, si me apuran, hasta facha y fascista, atributos ambos que últimamente se otorgan a la más variopinta fauna del país. Es una lotería caprichosa de la que seguro que no os habéis librado. Es como la pedrea.
Como tradicionalmente me la vienen sudando las etiquetas ya os podéis imaginar lo que viene: el panegírico sobre la navidad de un ateo recalcitrante.
Si nos abstraemos de todo el ornato, cursilería y marketing que arrastra, las navidades son la hostia, no me jodan. No me argumenten que son todo ornato, cursilería y marketing porque hay algo más.
Las navidades son el gran paréntesis, así de claro.
Sólo Imagínense esta estampa por un momento:
22 de enero de 1981, son las 10:12 de la mañana y un niño de un pueblo de la sierra de alguna provincia española disfruta de sus vacaciones navideñas y pide a su madre 25 pesetas porque va a pelarse. Hace frío, pero los niños de esa época se abrigan menos que los de ahora y sale con el chándal y las babuchas a recorrer la cuesta que le conduce a la barbería donde siempre se pela. En el trayecto de su casa a la barbería, que apenas tiene 400 m., se tropieza con medio pueblo, son las caras de siempre, pero algunas sonríen e incluso la vecina del primero, que hace dos días lo pilló meándose en una de sus macetas y le formó un cirio, no le ha dicho nada, aunque bien es cierto que en vez de sonreír se ha limitado a apretar los labios con contención y mirar hacia abajo, siguiendo sus pies con la vista y marcando el abrochado delantero de su rebeca. Todo un manual de declaraciones no escritas, pero al niño le vale como gesto de tregua.
José, el barbero, le sonríe, pero José sonríe siempre, no sólo en Navidad. Sólo lo ve cuando va a pelarse y cuando va a casa de su hijo a hacer algún trabajo en grupo de la escuela, pero para él es todo un símbolo. Es como un maestro de ceremonias que le abre la puerta a experiencias que serán regalos toda su vida. El niño aún no lo sabe, pero es coleccionista de experiencias, no deja pasar ninguna y la del 22 de diciembre a las 10:33’ cuando iba a salir “El gordo” no iba a ser menos.
- Cómo te pelo. – Le dice José al niño, iniciando aquel maravilloso ceremonial que ejecuta con impoluta maestría.
- Como siempre. – Y ya está. No hace falta más.
Una persona adulta que se ensimisma en su trabajo hecho con dedicación y cariño y un niño que se entrega al disfrute de las sensaciones, los olores y el tacto que lo embriagan mientras a uno de los de San Ildefonso se le cae el número 1.194 al suelo y el otro le pega un manotazo al alambre para que no se descuadren las bolas.

José corta el pelo al niño y éste ejecuta sus órdenes con precisión y quietud.
- Inclina la cabeza un poco. – Y el niño se mira en el espejo con ganas de reírse de aquella posición tan cómica.
Cuando ha concluido el trabajo de tijera, José pronuncia las palabras que aquel niño estaba esperando desde que su madre le dio las 25 pesetas:
- ¿Te repaso a cuchilla?
Ni por asomo aquel niño podría concebir un pelado sin el repaso a cuchilla que le erizaba todo el cabello de la mitad de su cuerpo hasta casi la planta de los pies.
Sólo el sonido seco de la cuchilla rebanando los pelos de raíz y arrastrando a su paso el jabón antes depositado con la brocha ya lo podía transportar a otros mundos. El niño cerraba los ojos intentando amplificar y comprender aquella sensación tan mágica que detenía el tiempo y lo descomponía en fracciones todas llenas de sabores desconocidos.
Con los ojos cerrados el niño escucha un revuelo en la calle y alguien grita que ha salido el gordo. Todos salen de la barbería a la calle para curiosear y dejan lo que están haciendo, menos José, que no ha alterado su pulso ni un milímetro, permitiendo que aquel niño comprenda que el mundo gira caprichoso por azares imprevistos, pero que conseguir que éstos no nos atropellen es cosa nuestra. Que nuestra dignidad nos mantiene lejos de esos devenires y que la navidad, si así lo quieres, es un maravilloso intermedio en nuestras rutinas que debiera servir para comprar un poco menos y amar más al que tienes cerca.
Y ya está. José, haciendo su trabajo como sólo él sabía hacerlo, le ha dado una lección al niño. No sabemos lo estúpidos que somos cuando decimos que no podemos cambiar las cosas.
Si haces las cosas como las hacía él, y tanto que las cambias. Es que eres literalmente un mago que cambia todo cuanto toca.
El niño crece, José ya no está, pero cada 22 de diciembre, el niño se sigue yendo a la barbería que tiene más cercana.
Últimamente, como ya se la vienen sudando las etiquetas, ha vuelto a ir en chándal y babuchas y por supuesto que exige que le repasen el cogote con cuchilla.
Ni por asomo va a renunciar a eso.
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