Atrapadas en el cristal de la ventana nos observan las gotas. Unas aguantan la mirada, imperturbables, poniéndose transparentemente moradas mientras se agarran como ventosas. Les miro a ellas y veo borroso el edificio de enfrente. Luego cambio el foco provocándome cierto dolor en los ojos para intentar mirar entre las gotas, pero el edificio de fondo no tiene gran cosa que decirme: se encoge de hombros, haciendo un ruido grave con el crujir de sus pilares, como invitándome a volver a mirar hacia las gotas porque hoy, como ayer, no le apetece hablar. Quizá el oso de los caños, aquel que nos presentaba Julio Cortázar, ya no deje pelos en sus tuberías y de ahí la tristeza. Las pelusas, en el fondo, son vida, salvo esas que vienen del polvo acumulado. Son vida sobre todo aquellas que se forman en los ombligos, redondeadas como las gotas que vuelven a interpelarme desde el cristal de la ventana. Algunas se dejan caer, se lanzan impacientes como estrellas fugaces de agua y no de fuego. Como las lágrimas de luz fría de Alejandra Pizarnik y sus poemas. Las demás se mantienen inmóviles, temblando por el esfuerzo. Simulan una coreografía improvisada que alterna la quietud de unas con la velocidad suicida de otras. Pero yo sé que no tiene nada de improvisación y mucho de estrategia para generar confusión y soltarnos cualquier verdad a la cara cuando menos lo esperemos. Qué cabezonas son las gotas, lo que sufren… y solamente por no quitarnos la vista de encima y recordarnos, como decía aquel filósofo* ayer en la tele, que «somos nosotrxs lxs que estamos aquí ahora». «Ya», les digo, y encojo ruidosamente los hombros contracturados mientras bajo la mirada en busca de alguna otra pelusa. «No hacía falta ponerse así, leñe, tan sinceras…», pienso, dándoles la espalda y caminando hacia el interior de la casa.
*Jostein Gaarder.
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