Y, por compromisos eventuales, y porque me gusta más salir y socializar que un vaso en el borde de la mesa a un felino, acabé saliendo las dos noches del fin de semana a beber, hablar, bailar (o al menos intentarlo) y pasarlo bien.
Me encantó una expresión que escuché hace tiempo: “salir y beber es como pedir prestada felicidad del día siguiente”. Pero, vamos a ver, cuando adoras los domingos grises, lluviosos y reflexivos, con su dosis de melancolía estupenda para escribir o para sentirse comprendido por absolutamente todas las canciones tristes que suenen en el reproductor, es un win-win. Te cambio el dolor de cabeza, eso sí, pero los dos moods de los que os hablo marinan perfectamente como un buen vino tinto con una buena carne.
Hablemos del efecto que produce el alcohol, ¿Vale? Es bien sabido que de manera gradual (y dependiendo de los grados de tu “zumo de piña” favorito) puedes ir desinhibiendote y anulando el dispositivo natural de los humanos (que, por cierto, yo sigo pensando que reside en el córtex prefrontal) que nos mantiene detrás de la barrera de lo moralmente cuestionable, pero también de la vergüenza y la indecisión para hacer lo que realmente quieres hacer.
Aunque, claro, eso es solo una de las cosas que pueden pasar. En determinadas personas este variopinto fuel puede servir de agresivo estimulante a su ira, lujuria, soberbia, avaricia, gula, envidia o pereza, pues recordemos que el alcohol le da vacaciones al señor de la garita de nuestra cabeza que controla qué comportamientos, frases e ideas se muestran al exterior y cuáles están mejor encerrados en la jaula de los deseos y los miedos.
No planeo hacer una apología, pero tampoco una quema de brujas, y ni mucho menos me gustaría incitar a nadie a beber. También sé que al final es una droga más y que, como cualquier droga, te evade de la realidad y te manda unas horas a una “Matrix” que puede ser más o menos agradable dependiendo del objetivo y el estado basal del que bebe.
Pero, qué queréis que os diga, a mi me gusta esa sensación de atontamiento leve (que no la de pérdida de autoconciencia, habla y control, ojo), y de sentir que mi mente deja de girar como está acostumbrada a hacer en mi día a día, a 10.000 rpm.
Lo mejor quizá es que al día siguiente aún queda algo pequeño de ese atontamiento, y puedes aprovecharlo para tomar decisiones o lanzarte a piscinas que en estado sobrio permanecerían cerradas por fantasmas varios.
¿Pero, David, entonces eres alcohólico? No, vamos, no me jodas. Cierta persona de mi vida pasada ya se encargó de que ese fuera uno de mis mayores miedos. Intento alejarme todo lo que puedo de ello. Son palabras mayores.
¿Pero entonces te gusta beber? No, me gusta el conjunto y la situación, como ponerme a cocinar con tiempo un domingo mientras me bebo un par de botellines, o reunirme con un amigo a ponernos al día mientras nos volcamos unos tintos.
Ni siquiera bebo demasiado. Ya me tocó, como supongo que nos tocó a todos los que bebemos o hemos bebido en algún momento de nuestras vidas, el utilizar la bebida como forma de evasión fea y errónea para problemas y situaciones vitales de mierda. Ya sé que no quiero volver a eso, y tengo la férrea sensación de que sabría cuándo podría ser carne de borrachera profiláctica y, por ende, ponerle remedio antes de caer en ello.
¿Entonces recomiendas beber? No, ni muchísimo menos. De hecho por mi trabajo me estoy rodeando de gente que no suele beber, y obviamente es bastante bastante preferible eso a usar “drogas” para aumentar las posibilidades de pasárselo bien. Pero la vida tiene muchas “drogas” diferentes, y también estamos aquí para disfrutar, y me parece que todo en su justa medida no está del todo mal.
Para terminar, sí comentaré que me gustan muchos otros planes, no solo en los que se suele beber de forma social. Aunque, ya como reflexión personal, creo que debería dejarles ocupar más espacio en mi vida actual.
Lo dicho. Sed libres, Sed felices, Sed consecuentes y Sed que se puede apagar con una cervecita fresquita.
Perdón, juego de palabras horrible.
Ya me marcho.
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