Gor el Enclenque (revisado)

Gor el Enclenque. Así llamaban el resto de los ogros de su tribu al que consideraban el más pequeño, débil y enfermizo de su especie. Visto de lejos, tanto humanos como ogros hubieran pensado que se trataba de un humano especialmente grande. De cerca, los humanos cambiarían rápidamente de opinión debido al fétido olor que despedía y a la descomunal boca que ostentaba en una cara deforme y barbilampiña.

Gor arrastraba sus enormes y torpes pies descalzos por un viejo sendero que ascendía por una montaña poblada de pinos y arbustos. Se decía que en la cima, tras pasar el mar de nubes que la ocultaba, había un templo dedicado a dioses olvidados. Un lugar sagrado donde se podía pedir un único deseo tras presentar la ofrenda adecuada.

De esos antiguos dioses se decía que eran crueles y malvados como los ogros. Gor no tenía tiempo para pensar en habladurías y leyendas, solo tenía tiempo para pensar en el deseo que iba a pedir: traer a su padre de vuelta a la vida. Gor no había podido estar presente cuando su padre murió, y quería una segunda oportunidad.

El camino era largo, pero al pequeño ogro le pareció un suspiro y solo se dio cuenta del paso del tiempo cuando la luz del sol comenzó a ocultarse tras la montaña cubierta de pinos nevados.

Finalmente llegó, tras bucear en un mar de niebla. Allá donde mirase solo se podían ver un extenso mar de nubes y un cielo limpio y estrellado. Y allí estaba. Del famoso templo no quedaba más que un círculo de piedras gastadas por la intemperie, adornado con columnas a medio derruir que emergían de la nieve como los colmillos rotos en la boca de un huargo viejo. El ogro guió sus pasos hasta el centro del círculo, a lo que parecía un altar vejado por el paso del tiempo, y escupió en él.

Una figura blanca, radiante como la luz de la luna llena y difusa como el humo de una hoguera, se comenzó a formar en aquel lugar sagrado, sobre el altar.

—¿Quién perturba nuestro descanso? —La voz del ente espectral vibraba como si fueran varias voces al unísono.

—¡Gor!

—Gor, hijo de Rak. Sabemos quién eres. ¿Qué nos ofreces? —El espectro arrastró la última ese y pareció dibujar una sonrisa torcida en una cara que no tenía ningún rostro.

Antes de decidirse a emprender este viaje, el ogro había dedicado muchos días y muchas noches a pensar qué ofrenda considerarían adecuada unos dioses decrépitos que se aferraban a la existencia a través de unas rocas gastadas en mitad de ninguna parte.

Todas las historias que habían llegado hasta sus días coincidían en un mismo detalle: eran crueles como ogros. Así que Gor pensó que sería buena idea llevarles un regalo que pudiera agradarle a él mismo. Balanceó el saco que llevaba a la espalda y esparció su contenido a los pies del altar, tiñendo la nieve de la cima de un rojo brillante.

—Manos, pies, brazos… Alguna cabeza. Las piernas y los torsos me los he comido, lo siento.

Gor notó el enfado creciente de la figura fantasmal, que empezó a brillar con más fuerza, a la vez que parecía que el mundo se oscurecía.

—¿Unos despojos? —Algunas de las voces estaban teñidas de desprecio grave, mientras que otras, más agudas temblaban con ira, creando una cacofonía desagradable—. ¿Esto nos ofreces, Gor el Enclenque?

Un viento gélido amenazó con derribar al ogro, pero Gor se mantuvo firme.

—Si no queréis estos sabrosos despojos ya me los comeré yo. No creía que fuerais a despreciar el sufrimiento que he sembrado en este mundo para honraros, para recordarles a esos canijos humanos que no pueden dar la espalda a unos poderes como vosotros sin consecuencias.

El ogro podía escuchar a su alrededor susurros de cientos de voces discutiendo cada vez más fuerte. Hasta que se hizo el silencio.

—El regalo es tu servicio —dijeron las voces al unísono.

—Sí.

—De por vida.

Gor escuchó risas perdidas en el viento. Se forzó a tragar para humedecer su garganta seca.

—Sí.

—¿Qué deseas? —Las voces volvieron a arrastrar las eses, como si estuvieran seduciendo a Gor.

—Deseo que mi padre, Rak, vuelva a la vida.

La figura asintió lentamente y desapareció entre volutas de niebla. En su lugar, apareció una esfera de oscuridad que empezó a girar sobre sí misma, cada vez más rápido. Los restos de cadáveres que Gor había derramado por el templo fueron atraídos por un viento mágico hacia la esfera, la cual parecía devorarlos y hacerse más y más grande.

Cuando hubo absorbido todo, la esfera dejó de girar y explotó con una luz cegadora. Al poco, la luz de la luna volvió a tomar protagonismo, y los ojos de Gor se adecuaron de nuevo a la noche. Y allí, a los pies del altar, en el centro del templo, estaba su padre, a cuatro patas y desnudo, vomitando bilis y desorientado.

Gor no pudo reprimir su sonrisa. Avanzó hacia su padre y aplastó su enorme cabeza contra la roca del altar.

Cuando regresara a su aldea con la cabeza de su antiguo gran caudillo se acabarían las risas y las burlas, los abusos y el vivir de la carroña que desechaba el resto. Todos se inclinarían ante Gor el Terrible. «Heraldo de los Antiguos», apostillaron voces perdidas en el viento. Gor se sentó en el suelo nevado y asintió, pensativo, mientras se echaba a la boca la mano de su padre.

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