¡Hola! Soy una idea. No sé a dónde voy a ir, de momento soy sólo una chispa. Ese «¡hola!», un inicio. Simplemente he estado mandando el mismo mensaje un rato: «escribe ¡hola!, como si hablara la idea». Ahora estoy en los dedos, intento ser más rápida que todas esas otras ideas que están naciendo ahí arriba. Hay muchas que llevan ahí años. ¡Las fobias! Hay una que está todo el rato diciendo que debes temer a las alturas y a los aviones. Se está haciendo fuerte. Es curioso cómo infectamos cualquier organismo. Hay otra muy grande. Se ha hecho obesa. Dice constantemente «no eres suficiente», «los demás son mejores que tú». Se ha hecho un chalé del tamaño de un hemisferio en el cerebro, esa cabrona. Hay muchas que nacen y mueren en un segundo. Cuando las vas a buscar, ya no están. No tuvieron la suficiente fuerza de voluntad, me imagino. A mí me está escuchando ahora, ¡fíjate! Ciento cincuenta y nueve palabras. Está intentando atenderme. Me busca. Aunque están las de todos los días, las de las tareas, constantemente brillando. «Friega los cacharros», dice una. «Envía ese correo», dice otra. «Mira la cuenta del banco, va a ser Navidad». Esa se está haciendo grande también. Algunas ideas queremos que muevas el culo, otras te paralizan. Por alguna razón, esas últimas suelen ganar. Es como lo de que el uso del mp3, del Facebook o del WhatsApp se popularice. O Windows o el reguetón. Las peores aplicaciones son las que más se usan. Siempre. Con las ideas pasa lo mismo. Es más fácil frenarte que moverte. Sencillamente porque consume menos energía, y el cerebro siempre está haciendo reserva. Ese sí que tiene miedo. Piensa que te vas a morir todo el rato. Vive en constante alerta. Claro, ¡cómete todo eso, quién sabe si mañana habrá comida o no! El cerebro no ha aprendido lo que es una nevera todavía. No sirve para nada, le cuesta mucho evolucionar. Cuando quieras hacer algo tienes que arrancarte la cabeza y dejarla a tu lado en la silla. Por eso estoy en los dedos y no ahí arriba. El corazón es más sabio, pero nadie le hace caso. Lo que os dije, lo que está bien hecho se omite. Siempre ganan las cosas peor diseñadas. El corazón sabe lo que quiere, pero el cerebro le dice «¡¡Nooo!! Es muy arriesgado. Podríamos morir». El cerebro es un hipocondriaco. En serio, la próxima vez que pienses date un buen golpe.
Por eso me gusta vivir en los dedos: para darte una buena hostia si hace falta.
Pero mira en qué me has convertido. Yo era una idea de una historia. Un personaje. O una. O alguien no binario. No importa. Le ocurrían problemas, sufría, anhelaba algo y al final superaba su parálisis (causada por una idea con un chalé gigante) y conseguía su objetivo. Y volvía triunfante. Todas las historias son la misma historia, ¿pero cómo la vas a contar? ¿Qué paraliza a tu personaje? ¿El miedo a las alturas? ¿El vacío existencial? ¿El aburrimiento más deprimente? ¿Unos padres que no estuvieron a la altura? Quizá sus padres murieron en el minuto dos, como en todas las películas de Disney. Bien, bien. Ahora está escribiendo rápido, me estoy adueñando de sus dedos y borrando a todas esas estúpidas de la cabeza. Sigue. ¿Qué le va a ocurrir? ¿Se va a enamorar cuando no tenía que hacerlo? ¿Sentirá el vértigo desde las puntas de los dedos de los pies hasta las orejas? ¿Saltará al final? Quizá en el último segundo pase algo inesperado y lo consiga. Quizá aparezca el deus ex machina con una sierra mágica que corte de cuajo todos los problemas. Quizá lo dejes ahí, colgando del precipicio, para que el lector se imagine cómo acaba. Al fin y al cabo, esto de escribir historias sólo es el cincuenta por ciento.
¿Verdad, lector? ¿Qué personaje te has imaginado tú? Venga, escríbemelo. Ahora estoy en tus dedos.
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